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Consecuencias
 
Abril 2008 | #1 | Índice
 
"La regla de juego, testimonios de encuentros con el psicoanálisis", un avance
Miquel Bassols y Gérard Wajcman
 

Los testimonios de Miquel Bassols y de Gérard Wajcman integran el libro "La regla del juego, Testimonios de encuentros con el psicoanálisis", que publicará la editorial Gredos en la colección de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP).

La publicación original en francés es el resultado de una convocatoria que realizaron Jacques-Alain Miller y Bernard-Henry Lévy. Para la edición en castellano, a cargo de Lidia López Schavelzon, se han sumado testimonios de España y Latinoamérica. Un grupo heterogéneo de ciudadanos toma la palabra para transmitir cómo se han servido del encuentro con un psicoanalista, cómo cada uno ha podido apropiarse de la experiencia psicoanalítica.

 
Para no olvidarlo
Miquel Bassols
 

Hace falta la chispa de la transferencia para que la experiencia del inconsciente se haga realidad y encienda su reguero de pólvora. Es una chispa que, en el instante mismo, siempre se muestra como un encuentro contingente, pero que se demuestra también como necesario visto un tiempo después. Hay que añadir algo de lo imposible de soportar, lo que solemos llamar "síntoma", para que esta mezcla tenga efectos eruptivos, de verdadera pasión por el saber. O también, lo que puede resultar más complicado, de pasión por la verdad sin saber porqué.

Es lo que me ocurrió contando dieciséis años, cuando el país se debatía contra su propia oscuridad a finales del franquismo y yo con la mía a finales de un bachillerato nada apacible. La imagen que viene ahora para cifrar este encuentro, el que actuó de precipitante de la mezcla, procede de un regalo familiar, el regalo hecho por una hermana, un verdadero regalo: un ejemplar de la "Psicopatología de la vida cotidiana" de Sigmund Freud en la edición española de Alianza Editorial. Era una edición de bolsillo con una sugerente ilustración de tapa: el dibujo a tinta negra de una mano con el dedo índice levantado y un hilo rojo con un nudo atado a media altura. Un nudo para no olvidarse.

¿Para no olvidarse de qué? Había que abrir el libro para empezar a saberlo. Y el lector empezó a saberlo, a leer con pasión, sin saber porqué: Signorelli, la sexualidad y la muerte, aliquis, las mujeres y las generaciones, el olvido de los nombres y las palabras extranjeras, la pluralidad del sentido, el equívoco y los recuerdos infantiles, el olvido colectivo y los puentes de palabras, el goce sexual y las leyes fonéticas, la fe de los padres y la repetición, el estilo y el sinsentido, lo interior y lo exterior, el síntoma y el encuentro con lo nuevo... Cada cosa llevaba por un camino u otro al nudo de la propia historia y del propio malestar.

Sin embargo, el amor al saber conducía entonces en primer término al lugar donde se suponía que ese saber estaba, a la Universidad, la de Psicología si se trataba de seguir los nudos del hilo rojo en cuestión: Great Expectations, como decía el título de una pieza de jazz que acompañaba esas lecturas. Bastaron unos meses para experimentar la desilusión más descorazonadora y casi perder el hilo en las grandes expectativas. ¿Qué tenían que ver las "dos sigmas de separación de la media de adaptación", el "condicionamiento palpebral" o la "sinapsis neuronal" con aquel nudo que se había formado para mí entre el síntoma, el saber y la verdad? Y además, esa apariencia de falsa ciencia con la que se revestía una ideología sostenida muchas veces desde la impostura, aunque fuera con algunos gestos progresistas, ¿cómo podía ni tan siquiera considerar la existencia de ese nudo con el que me las veía desde hacía un tiempo? Salvo honrosas excepciones, el discurso general iba del eclecticismo más diluido al reduccionismo empirista más banal. Casi nada que hablara de psicoanálisis y, cuando se hacía, era más bien para confinarlo en los anales de la historia de la psicología. Digamos al pasar que la cosa no es hoy, treinta años después, muy distinta. En aquel momento, aquella caída de los ideales de saber tuvo la virtud de hacerme interesar por la epistemología, por las condiciones con las que un saber se constituye y se propone como ciencia, por el estudio del lenguaje y de las lenguas, y de empezar a buscar fuera de aquel medio universitario una relación con el saber más viva y verdadera.

Una cita leída al vuelo como exordio en un libro crítico con la psicología académica, aconsejado por una de aquellas excepciones universitarias, sigue hoy subrayada en rojo: "La psicología es vehículo de ideales: la psique no representa más que el padrinazgo que la hace calificar de académica. El ideal es siervo de la sociedad". La cita, tan explosiva para mí en aquel contexto como precisa en la actualidad, iba firmada por un tal Jacques Lacan y quedó como hilo conductor de las lecturas de ese primer año de Universidad. Era un hilo a la espera de un nuevo nudo, que no tardaría mucho tiempo en formarse. La frase tocaba de lleno el corazón del síntoma: la servidumbre de los ideales transmitidos en la historia familiar, el rechazo de esos ideales que acuciaban un deseo difícil de escuchar, cuando no imposible de decir, un "padrinazgo" que delataba la orfandad del deseo, el malestar de ese deseo ante cualquier academicismo de impostura.

Digamos que la apariencia de ciencia con la que se revestía la psicología académica era entonces menos pretenciosa: las TMC de la época decían mejor, aunque con igual brutalidad, lo que las TCC de hoy piensan camuflar bajo el nombre de "Terapias Cognitivo Conductuales": eran puras y meras "Técnicas de Modificación de la Conducta". Las contradicciones eran, sin embargo, fecundas para quien supiera escucharlas con cierta inquietud: a la vez que se aconsejaba la lectura y la ideología autoritaria de "Walden Dos" de Skinner, se comentaba el crudo impacto de "La Naranja Mecánica" de Kubrik; a la vez que se proponía la modificación de la conducta fóbica por medio de técnicas de implosión confrontando sistemáticamente al sujeto con el objeto fóbico, se flirteaba con el progresismo de Cooper y Laing en el tratamiento de la locura.

Lo heteróclito del panorama no escondía sin embargo el proyecto general, que ya tomaba la forma de programa universitario, de ignorar y hacer ignorar al psicoanálisis en los departamentos de la psicología científica. En el despacho de al lado, los "Psicodinámicos" que hoy diluyen el nombre y la experiencia del psicoanálisis en el eclecticismo de las psicoterapias aconsejaban entonces, lisa y llanamente, no leer a Jacques Lacan: demasiado difícil, demasiado abstracto, demasiado intelectual, demasiado incomprensible, demasiado… Y uno, que siguiendo el hilo rojo de la letra se había encontrado ya con aquella máxima de José Lezama Lima, "sólo lo difícil es estimulante", no podía no encontrarse ya con el texto de Jacques Lacan.

Fue un encuentro en compañía de algún otro que cultivaba igualmente lo difícil y lo estimulante en la conversación amistosa y fue también un encuentro en la soledad de la lectura. Fue un encuentro mediado por alguien que había sido tocado también por ese texto, en otro país y momento, el psicoanalista argentino Oscar Masotta que había iniciado en Barcelona y otras ciudades de España un trabajo de lectura y de impulso de un movimiento que sería después el crisol para una escuela lacaniana en el país. Sin esta coyuntura, hecha de intersticios y de fracturas, no habría habido para mí encuentro con la disciplina freudiana, con la experiencia y con el discurso del psicoanálisis. Supe ya entonces que esas condiciones son de estructura y que, por lo mismo, un encuentro así no podrá subsumirse ni organizarse nunca en las formas universitarias del saber, que su propia naturaleza y su transmisión implican la existencia de lo intersticial para hacerlo habitable.

El encuentro con el texto de Jacques Lacan fue así lo más parecido a una experiencia traumática, un encuentro como a destiempo, con lo súbito incomprensible, pero realizado a la vez de un modo lento, con el paciente destello de lo que no se comprende pero toca lo más íntimo del ser, lo más ignorado de uno mismo. ¿Cómo un texto podía subvertir de tal manera el sentido común y producir efectos tan estimulantes, exigir un trabajo tan opaco a veces, tan a tientas, y ofrecer finalmente un relámpago tan certero, tan directo y de consecuencias tan singulares como pragmáticas? No, no había nada de "intelectual" en todo aquello, ese texto llamaba a la acción sobre el sujeto en su singularidad más íntima e irreductible, la incluía en su lógica de un modo que ninguna teoría ni ideario "revolucionario" podía ni imaginar. Tardes y tardes de conversaciones, noches y noches de lecturas, mañanas y mañanas de levantarse a tientas y con un sentimiento de fractura subjetiva que llegaba en sus resonancias a cada rincón de la vida. A la vez, había que escuchar de algún avispado y futuro ejecutivo del mundo psi que todo eso eran retóricas vacías, piruetas en el aire cuando el mundo real de la enfermedad y la locura exigía acciones concretas, verificables sólo en la empiria objetivada del laboratorio conductual y científico.

¿Pero qué había de más real que esa división subjetiva que yo mismo encarnaba? ¿Qué había de más concreto y verificable que ese efecto de la letra y del significante sobre el sentido vacilante de la vida en el que algo de la locura y su estructura misma se hacían evidentes? De ese real y de esos efectos podían deducirse las leyes de una clínica mucho más rigurosa que cualquier descripción empírica de lo observable.

Ese era el nudo, el nudo para no olvidar, el nudo que había que defender con una pasión por la verdad que muchas veces hacía estragos en uno mismo. Tiempo después, esa pasión por la verdad se demostraba como un verdadero obstáculo para poder operar con el sujeto de la experiencia analítica. Pero faltaba entonces ver cómo hacer y deshacer ese nudo, cómo rehacerlo para explicárselo a uno mismo y explicarlo a otro.

De ahí a estirarse en un diván había un paso, el que exige dar el sufrimiento del síntoma para empezar un análisis. Y la experiencia de estirarse en un diván y hablar al Otro – "hay que volver a aprender a hablar", recuerdo haber dicho al inicio – empezó a cambiar muy pronto el pathos de la verdad por cierta alegría en el gay saber y por unos efectos de formación en los que encontré el deseo del analista, es decir, el deseo de ocupar esa extraña posición que es la del analista. Las consecuencias de este pasaje no fueron, por supuesto, extraídas de un día para otro. Tres periodos de análisis con tres analistas distintos – a la tercera fue le vencida, de trece años, y fuera de mi país – y una implicación constante en el movimiento psicoanalítico tejieron los hilos. El nudo, para no olvidarse, está formado ahora por la experiencia analítica y mi vínculo de trabajo con la Escuela de la Orientación Lacaniana, que hace presente el discurso del psicoanálisis en España en el marco de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, la que impulsó y sigue orientando con su deseo Jacques-Alain Miller.

Hoy sé que le debo a esa experiencia haber podido librarme del efecto mortificante de aquellos síntomas, pero también haber podido encontrar un modo de decir que toque y pueda tratar la división subjetiva, la que había sufrido con toda mi pasión, dándole un lugar más digno. Es esta una experiencia que nunca podrá reducirse a una adquisición de saber, una adquisición que, es cierto, no deja de producirse de múltiples formas una vez encontrado ese deseo inédito del analista y haber operado con él en la práctica. "Un modo de decir" es lo que Jacques Lacan formalizó con el Discurso del analista, es también un estilo de vida que parte de lo que no tiene forma para formarse en la singularidad de cada ser que habla, es también lo que cada psicoanalista debe hacer hoy presente para estar a la altura de la subjetividad de su época.

La experiencia analítica me ha enseñado, sin embargo, que tal modo de decir, extemporáneo en relación a los ideales de la época, sólo subsiste en la medida en que fracasa de la buena manera, sin llegar a la suficiencia de su éxito, que sólo obtiene su lugar y sus verdaderas consecuencias sobre lo real en su "no dejar de no conseguirlo". Era la idea, más bien antiexitista, de Jacques Lacan: "si el psicoanálisis tiene éxito, se extinguirá hasta no ser más que un síntoma olvidado"[1]. El psicoanalista, más que nadie, sabe la importancia de lo fallido para hacer posible el tratamiento del sujeto y no borrarlo de lo real con la solución más rápida y eficaz.

Es para no olvidarlo que conviene defender hoy la experiencia del psicoanálisis de su reducción a un saber evaluable según los criterios generales de la eficacia utilitarista.

 

 
Gérard
Gérard Wajcman
 

En un libro sobre las ventanas, busqué definir las condiciones de posibilidad de ese núcleo subjetivo que llaman lo íntimo. Yo suponía que no era un don, que lo íntimo tenía una historia y una estructura. Yo lo he circunscrito como un lugar, de esencia casi arquitectónica, el espacio donde el sujeto puede estar y sentirse fuera de la mirada del Otro. Esto toma forma en el Renacimiento, en el arte, en particular con el nacimiento del cuadro como ventana abierta, que lleva a cabo la idea de que el hombre de allí en más tiene derecho de mirada sobre el mundo. La posibilidad de lo escondido no es simplemente una conquista, es una condición del sujeto: solo hay sujeto si éste puede no ser visto. Sin la posibilidad de la sombra no hay sujeto que piense, luego, que exista. La sombra es el lugar mismo del sujeto. Definido de este modo, lo íntimo no está simplemente relacionado con la psicología o con el derecho, sino con la política. Lo íntimo es la salida de un combate, implica una relación de poder el poder, más exactamente: una separación. La condición de lo íntimo está entado en la posibilidad para el sujeto de sustraerse al poder de otro omnividente. Esta dimensión política es consustancial a la noción de íntimo a través de sus variantes históricas. "Íntimo" no hace más que nombrar esa parte de lo más interno (intimus es el superlativo de interior), implica el secreto en su definición misma. Ese diseño de lo íntimo se superpone a la doctrina de las libertades que Jean-Claude Milner dice fundada en la fuerza, ya que hay, según eso, solo un garante para las libertades reales, que es material: el derecho al secreto. Lo íntimo se recorta sobre el fondo de otro que amenaza ese derecho, potencialmente inoportuno, indiscreto, intruso o invasor – que quiere ver todo. En la época romántica, lo íntimo tomó un color que ha bañado el invento de Freud, delimitando lo que es estrictamente personal y que se mantiene oculto, particularmente lo que toca a la sexualidad. Es tanto como decir que el psicoanálisis es relativo a la existencia de lo íntimo, ese repliegue del sujeto, ya no para forzar la confesión, sino para abrir al sujeto la posibilidad de incluir al analista en su secreto y de ocultarlo en la intimidad de un consultorio con puertas y ventanas cerradas.

El derecho al secreto traza la frontera de lo íntimo. A partir de allí hay tres estados posibles de la frontera. O bien permanece hermética, instituyendo y preservando dos espacios disjuntos, dejando al sujeto fuera de la influencia del Otro. Libertad real. O bien el Otro quiere poner allí el ojo. Es un tiempo inquisitorial. Es el tiempo, por ejemplo, de la videovigilancia. Policial, urbana, que está ahora más que generalizada: planetaria, ya que unos Big Brothers satelitales nos miran día y noche – como puede verse cómodamente clicando en "Google Earth " (http://earth.google.com/). En verdad, hemos entrado hoy en el tiempo de una ilimitación de la mirada del amo, sostenida por la técnica. Técnicas de video, perfectamente oficiales y consentidas, que sirven para las estadísticas de medición de audiencias, permiten saber, a pedido de los publicitarios en que momento alguien deja su sillón para ir a orinar. La sofisticación de la técnica se desarrolla fundamentalmente buscando dar medios cada vez más grandes para violar las fronteras de lo íntimo. La evaluación es del tiempo de esa mirada intrusiva. También puede ponerse en la serie la explosión de las imágenes médicas, no en ellas mismas, que por supuesto es un provecho, sino en lo que engendra y alimenta el fantasma de una transparencia absoluta del sujeto. Resulta que la radiografía nació el mismo año que el psicoanálisis, en 1895. Abriendo a la medicina, después del nacimiento de la clínica, la posibilidad completamente nueva de un cuerpo vivo enteramente transparente, uno no se sorprenderá de que en la misma época de su nacimiento, el invento de Wilhelm Rontgen haya suscitado ciertos sueños en los médicos, en particular que la radiografía sería un rival natural del psicoanálisis, que haría obsoleto al mismo Freud porque a partir de ese momento se tenía, gracias a los rayos X, el poder de observar en directo los movimientos secretos del alma. De paso, es divertido notar que la primera imagen hecha por Rontgen, en 1895, fue la de la mano de su mujer, y que lo que primero se ve, es la sombra negra de su alianza; así que, lo primero que revela la primera imagen del interior del cuerpo de una mujer, es la presencia de un hombre, de un marido – para quien ella no podría tener ningún secreto.

Podría decirse que lo que en otros tiempos era la omnividencia de Dios se ha vuelto hoy el atributo de la Ciencia. El sujeto que antiguamente era visto hasta el alma hoy es el sujeto del scanner, de la medición de audiencia y de "la autopsia psicológica". Lo íntimo, que se definía por ser ventana cerrada a la mirada, hoy se lo ausculta incesantemente y sus fronteras se traspasan o se borran.

Queda aún otra manera de traspasar la frontera. Puede que el sujeto decida rebajarla él mismo, abrir su intimidad, o abrirse de su intimidad, que hable de ello o que la exponga. El psicoanálisis responde de ese deseo. No se trata aquí para el sujeto de una renuncia de su derecho al secreto, solamente de cierto ejercicio de ese derecho. El derecho a guardar silencio, como se formula en las películas policiales americanas cuando se produce un arresto, no obliga a callarse – se caería pues en el totalitarismo según Lacan: todo lo que no está prohibido es obligatorio. El arte y la literatura hoy son también un lugar del ejercicio de esta libertad. Ese salto puede recubrir toda una serie de formas, pornografía, exhibicionismo, confidencia, confesión, ya sea que se trate de La Vida sexual de Catherine M., de las películas de Larry Clark, de las fotografías de Nabuyoshi Araki o de las de Nan Goldin. Además de decirse en el secreto de un consultorio, lo íntimo hoy se expone extramuros, en los muros de los museos. Yo agregaría: sin vergüenza ni provocación. Luego, sin preocupación por lo sagrado. Es exactamente eso lo que marca hoy la exposición de lo que correspondería a la categoría de las "imágenes vergonzosas": que se expongan sin vergüenza. Eso es tanto como decir que ese arte y esa literatura son desde el tiempo del triunfo del psicoanálisis, el indicio mismo de cierta victoria del decir todo, como lo señalaba Jacques-Alain Miller. Pero aquí y allá, todavía lo que se ejerce es el derecho al secreto, que es también para el mismo sujeto el de romperlo. Se trata de permitir al sujeto decir lo íntimo, y no de arrancarlo. Pudo pensarse que el psicoanalista que apela al decir todo, después de todo no hacía otra cosa que ejercer a su vez el poder de forzar la confesión. La verdad es que el consultorio del psicoanalista es el lugar mismo de lo íntimo. No es por nada que con el diván, más bien parece un dormitorio que un consultorio médico. El consultorio se convierte en el lugar mismo de lo íntimo del sujeto, es decir que responde a su definición, en lo que ningún Otro tiene allí derecho a mirar. La palabra libre es con esta condición. La apatía del psicoanalista, también es eso: debe ser como su diván, "profundo como una tumba". Y después Lacan habrá llegado a hacer del propio psicoanalista un objeto, no causante, sino también el objeto más íntimo del sujeto, osito o peluche El psicoanalista no arranca nada de lo íntimo: lo encarna. Es por eso que cualquier intención de hacer un peritaje en el consultorio analítico es quiérase o no, una amenaza vital contra el psicoanálisis y la palabra libre. El psicoanálisis no es solamente contemporáneo y amigo de lo íntimo, es su garante. Debe serlo. Espacio en el que el sujeto puede estar y sentirse fuera de la mirada del Otro – eso define lo íntimo tanto como el psicoanálisis.

Yo me acuerdo muy puntualmente del día en que la cuestión de la mirada se convirtió en mi cuestión – aún si me llevó cierto tiempo darme cuenta y aún cuando ello orienta mis intereses intelectuales. Un día, olvidé mis gafas sobre el escritorio de mi analista. No hace muchos años de esto. Gafas de ver, muy lindas, de carey, que mi hermano mayor y amado, óptico, me había hecho. Al darme cuenta en la calle, la cosa me ha más que perturbado, porque no sólo quería esas gafas, sino que me preocupaba todo el tiempo de llevarlas conmigo. Es decir que, salvo ese día, nunca las perdía de vista. Algo un poco exagerado en relación a mis problemas de vista, mas bien moderados. A pedido mío, se me había descubierto simplemente cierto astigmatismo, apenas un motivo para usar gafas. Curioso defecto el astigmatismo, afecta el poder separador del ojo, en un sentido tiene que ver con lo distintivo. Donde más frecuentemente se nota es en la lectura, en el dibujo de las letras. Había pues olvidado mis gafas en el consultorio de mi analista. En la siguiente sesión, las vi sobre el escritorio. Él no me dijo nada. Yo no las cogí. Nunca más volví a tenerlas. Debo decir que, de golpe, ya no las necesitaba para nada. Puede decirse razonablemente que el psicoanálisis me curo de un desorden visual. De golpe, el psicoanálisis ha hecho de mi desorden una cuestión, un objeto que me ocupa, que me mantiene con los ojos abiertos. No se trataba de los efectos de la edad, por otra parte bastante limitados en este sentido, ni siquiera hoy necesito en verdad gafas de ver. La mayoría de las veces no las uso. En cambio, desde hace mucho tiempo, soy un apasionado de las gafas de sol. Demasiada luz me choca, es un hecho. Soy bastante difícil en cuanto al estilo y la calidad de los cristales, algo que puede fastidiar un poco a mi hermano que me las regala con toda generosidad, pero, además de sus cualidades ópticas, quiero que sean gafas negras, quiero decir que sean lo suficientemente oscuras como para que mis ojos no se vean. Un día entonces, olvidé mi par de gafas en lo de mi analista. Era poco tiempo antes de percatarme, con extrema sorpresa mezclada de júbilo, que Gérard, mi único nombre, terriblemente francés, era el anagrama perfecto de "regard" (mirada, N.de la T.)

 

 
Notas
1- Jacques Lacan, "La tercera", en Intervenciones y Textos 2, Ed. Manantial, Buenos Aires 1988, p. 85.
 
 
 
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