Última edición Staff Links Contacto Instituto Clínico de Buenos Aires Seguinos en FacebookSeguinos en Facebook
Consecuencias
 
Abril 2008 | #1 | Índice
 
Filosofía y psicoanálisis: el diálogo posible
José Antonio Naranjo
 
El retorno de aquello que no sido aceptado, lo forcluido de la filosofía retorna al psicoanálisis bajo la forma de enigma y de angustia. El inconsciente, el goce y lo real, no han tenido cabida en el campo de la filosofía. Si lo real, como eso que no se deja olvidar, como lo que adviene bajo la forma de trauma, borrando todo saber, es donde se abre, vía la contingencia, la condición de posibilidad para un diálogo entre psicoanálisis y filosofía, es porque en su campo todo saber llama a realizar su propia invención.
 

El psicoanálisis no es hijo ni de la medicina, ni de la psicología, ni de la filosofía, pero, en relación a esta última, sabemos que Freud asistió a los cursos de Brentano, leyó a Schopenhauer y a Kant y sabemos que temía la influencia de Nietzsche, aunque quizás prefirió más las artes, la arqueología y la literatura. Lacan, por su parte, leyó a fondo a todos los filósofos, sobre todo a los grandes, haciéndose eco de lo que él mismo afirmase un día: «Tomo lo que me sirve allí donde lo encuentro», despertó a los analistas de su olvido, cuando no de su rechazo por la filosofía, y los invitó a visitar lo que son depósitos de saber, dando a entender que se trata de aprovechar el saber allí donde se encuentre. Este sería el camino obligado para nosotros, analistas: leer a los filósofos, siguiendo a Lacan, y extraer el saber que de ellos nos importe. Veintiséis siglos dan para entender que son mucho los lugares que visitar y sería lamentable seguir manteniendo respecto a la filosofía ese olvido o rechazo que antes mencionaba.

A la par, para los filósofos, yo traigo una invitación: la de leer a Freud y a Lacan para hacer otra filosofía, una filosofía sospechosa de la conciencia, como efecto del descubrimiento freudiano. No una filosofía psicoanalítica, sino una filosofía extraña a sí misma, una filosofía Otra, y quizás entonces podamos abordar una articulación posible, posible porque ahora esta articulación se nos antoja difícil − no más, sin embargo, que si lo intentáramos con otro discurso, ya fuera el de la psicología o el de la psiquiatría.

Mi intervención consistirá en resaltar las aristas de la imposibilidad, la imposibilidad que surge del encuentro de dos discursos que se estructuran de forma distinta: el discurso analítico y el discurso de la filosofía. Es una posición más difícil que la de creer que, porque los analistas ha blen con los filósofos, o porque los analistas puedan y deban tomar las fulguraciones de la verdad en tal o cual filósofo, el acuerdo entre ambos discursos es posible. Es una posición más difícil pero más cauta porque está avisada de las dificultades que surgirán en el camino, porque sabe que una cosa es el diálogo entre sujetos y otra, muy distinta, hablar de acuerdo entre discursos.

El acuerdo entre ambos discursos es imposible. Pero, ¿por qué? Porque el psicoanálisis es una práctica sobre el goce y no hay teoría sobre el goce en la filosofía; el psicoanálisis es diferencia sexual, y no vemos esa diferencia en los textos de filosofía; el psicoanálisis es falta y la falta falta en la filosofía; en la filosofía no hay traza del objeto, y sólo una constelación de significantes-amos como propuestas de los filósofos que en el mundo han sido, y, radicalmente, esa imposibilidad de acuerdo entre los discursos aparece porque el psicoanálisis es un saber del inconsciente y la filosofía, un saber de la conciencia.

¿Por qué, pues, interesaría la filosofía al psicoanalista? Porque la verdad puede surgir de su campo en tanto el filósofo es también sujeto del inconsciente, o sea, está atravesado por el inconsciente, y la verdad que el inconsciente es, se ha abierto camino a lo largo de la historia de la filosofía, a pesar del obstáculo de asentar la filosofía en la conciencia, conciencia que es puro desconocimiento. Y esa verdad desperdigada en los textos filosóficos, es la que Lacan ha ido a atrapar, por ejemplo, en la coherencia discursiva de Sócrates, en el vacío (ouden) platónico al que la acción responde, en el automaton y la tuche en Aristóteles para aclarar el doble funcionamiento del inconsciente freudiano, en el cien veces trabajado cogito cartesiano al que descentró para siempre, en la máxima universal kantiana donde Lacan halló la presencia de la pulsión de muerte freudiana, en el ser en el lenguaje de Heidegger, etc. De todos estos filósofos y de muchos más, tomó lo que le servía, adoptando respecto a ellos una posición que él llamaría de extimidad, posición que obliga, a tener en cuenta la lectura que Lacan hizo de todos los filósofos, sin la posibilidad de alojarlo en la serie que constituye la historia de la filosofía.

 

 
Nuestros diferendos
 

Para ello, partiremos de la vieja novedad del psicoanálisis, el inconsciente, porque, con el inconsciente, la querida intimidad se ve subvertida, ya que, después de Freud, nada más extraño, nada más exterior que eso que se ha llamado intimidad, una intimidad que por su particular situación, por su singular topología, Lacan quiso nombrar con el neologismo al que ya me he referido, el de «extimidad».

La intimidad freudiana no es íntima, sino éxtima. Es éxtima porque, primero, es una verdad vuelta inaccesible, una verdad a la que el sujeto no puede acceder, tal que si por la reflexión o cogitación accede a algo que pudiera parecerle su verdad, eso a la que accede no es más que saber complaciente. Segundo, porque Freud demostró que no es que el sujeto acceda a la verdad, sino que la verdad irrumpe en el sujeto bajo formas fugaces, estúpidas, carentes de sentido, extrañas, adversas, y a las que Lacan llama formaciones del inconsciente. Y tercero, porque esos adjetivos empleados nos dan otra propiedad de la verdad freudiana: la verdad freudiana es eso en lo que no podemos reconocernos − ¿quién se reconoce en un lapsus, quién se explica un olvido, quién hace suyo su síntoma?

Por tanto, el inconsciente freudiano es esa extraña extimidad que, si por una parte es inaccesible para el sujeto, cuando se manifiesta, no sentimos más que extrañeza y desconcierto por la imposibilidad de reconciliarnos con ella. Es por eso que analizarse es confrontarse a un saber que adviene a nosotros bajo la forma de sorpresa y de enigma − imposible reconocerse en el lapsus, imposible domesticar al síntoma, imposible olvidar el olvido − por lo que todo esto hizo que Freud colocara al psicoanálisis como una acepción de lo siniestro. Deleuze, quizás en esta línea, hablaba de la universalidad de lo intempestivo.

Por tanto, ahí donde la filosofía coloca el acceso y la reconciliación con la verdad en la conciencia, Freud coloca, en primer lugar, una verdad inaccesible, en segunda lugar, que nos visita «cuando quiere» y en tercer lugar, tan extraña y adversa que no podemos reconciliarnos con ella.

Pero hay, además, otra diferencia fundamental: la conciencia es un a priori: está de entrada, y piensa. El sujeto del inconsciente freudiano, ni está a priori, ni piensa, porque no es más que el efecto, el resultado de algo que piensa autónomamente. No hay un pensamiento de un sujeto, sino un sujeto efecto del pensamiento.

Pero tampoco podemos pensar que entre la conciencia y el inconsciente freudiano haya una relación de haz y envés, porque hay una diferencia fundamental entre lo que una y otro entiende por pensamiento. La conciencia se cree dueña del pensamiento, pero para el psicoanálisis un verdadero pensamiento es no sólo el que piensa al sujeto, sino algo que se impone − como una obsesión− , o que sobreviene al sujeto − como un lapsus.

Y decir pensamiento es decir lenguaje, y con el lenguaje, el equívoco. ¡Pobre filosofía analítica queriendo barrer el diablo del equívoco que habita en el lenguaje!. Acabó entendiendo que el equívoco, el malentendido, no es disfuncionamiento del lenguaje, sino su propia naturaleza. Y porque el lenguaje es eso, el inconsciente, que se estructura como un lenguaje, permite el lapsus. Y con el lapsus, la distancia que media, si queremos explicarnos en términos filosóficos, entre el sujeto y el ser, porque el lapsus, el olvido, el acto fallido, el síntoma, son las muestras de la verdad que importa en psicoanálisis, la que agujerea al saber de la conciencia, subvirtiéndola.

Por eso, entre pensamiento y ser, Lacan establece una relación de exclusión: donde pienso, no soy, negando que haya alguna coincidencia entre el cogito y el sum.

El ser, decimos. Con esto accedemos a la plaza mayor de la filosofía. La respuesta a la pregunta por el ser que se obtiene desde el inconsciente freudiano no puede ser más desilusionadora: el ser del sujeto es una falta en ser, puesto que ni el sujeto sabe quién es − falta la identidad− , ni su goce es completo − falta en el gozar− , el sujeto sufre de esa doble falta en ser, por lo que Lacan lo escribirá con la (S), para señalar el vacío del que padece.

Desilusionadora respuesta, pero verdadera. Cualquier sujeto ha hecho la prueba de esa doble falta. Basta ponerse a hablar de sí, como hace el sujeto que consulta al analista, para que las identificaciones en las que ha querido sostener su identidad vacilen, comprobando con ello que el «Soy», la posibilidad de decir «Soy» se le escapa. Igualmente, el sujeto ha comprobado que el goce al que tiene acceso es sólo un goce parcial, que hay un «menos» que se esfuerza en borrar mediante un objeto, por ejemplo, pero que la repetición de la operación, confirma que ese menos, esa falta, no se borra.

Pero si la cuestión de la identidad es la que nos preocupa, pues entonces, ¡marchemos en su búsqueda!, y demostraremos que la identidad del sujeto no es la que el sujeto trae, sostenida en identificaciones, «Soy filósofo o soy psicoanalista», por ejemplo, sino la que el sujeto encuentra tras «sudar la camiseta» en la experiencia analítica.

Y eso es una cura analítica: un viaje hacia lo que se desconoce queriendo producir saber allí donde se ignora. ¡Benditos, aquellos que quieren encontrar en lo no sabido certeza! Certeza de que en lo que desconocen está la fuente de su sufrimiento, la causa de su malestar. No es la certeza de la duda, ni la certeza en el saber, sino la certeza que surge de un sí a lo desconocido. Horrible apuesta freudiana y, por ello, J.-A. Miller llamaba «santos inocentes» a los analizantes: dicen sí a algo, sin saber con lo que se van a encontrar. Es la dimensión de acto que tiene toda entrada en análisis, pues es la apuesta por una vida, por una existencia nueva que surgirá de la propia apuesta. Decimos con ello que no es del peligro ni del dolor de donde surge lo que nos salva, sino desde el acto, porque el acto no busca la certeza sino que, desde su salto, solo y arriesgado, la construye. El acto no tiene al Dios de Descartes como garante, sino que construye su propia garantía. Analizarse es un acto que no se asegura más que de sí mismo porque en ningún Otro, en ningún saber puede encontrar la garantía previa.

¿Cómo transmitirles a Vds. lo que se colige de esta noción de acto? ¿Cómo hacerles entender a Vds., filósofos y psicólogos, que ahí estamos en el núcleo de la experiencia analítica? ¿Qué decir para transmitirles que si la filosofía es radicalidad en sus preguntas y respuestas, esa radicalidad respecto al saber, sólo la encontrará en lo que hace agujero al saber? Quizás podría decirle que la garantía falta al saber, que todo sistema filosófico, como toda vida, está agujereado por su inconsistencia, pero que esto no es su fin sino su posibilidad. Es su posibilidad porque no se trata de construir un saber absoluto, sino que todo saber viene al lugar de un vacío, y que el vacío llama al acto y no a más saber. El saber no permite la certeza − ser más sabio, no supone estar más seguro− , sólo el acto la posibilita.

A ese vacío, en el centro del saber, Freud le llamó castración, y su cercanía produce horror: la castración freudiana es eso, un vade retro al saber, y permitirá a Lacan advertirnos que no hay deseo de saber − lo que no quita que haya deseo de conocimientos. La verdad freudiana, de la que antes hablábamos, no es esplendorosa, no nos llama como a Ulises por la belleza de su canto. Todo lo contrario, la verdad freudiana es lo que produce ese horror y que lleva a ese no querer saber, un no querer saber del que todos han hecho la prueba en sus vidas: en determinados momentos se han confrontado a una verdad tan lacerante que han optado por alejarse de ella. Alabamos el sapere aude kantiano, pero si decíamos antes que el saber está habitado por un vacío, lo que ahora añadimos es que ese vacío es el lugar donde se aloja el goce del sujeto, frente a cuyo encuentro es fácil retroceder.

Por tanto, el inconsciente freudiano es, por una parte, saber, saber que el inconsciente entrega para sorpresa del sujeto, o sea, sin que se le pida, pero, por otra parte, el inconsciente freudiano cifra el goce más íntimo y propio del sujeto, goce que llama al horror y no al deseo de saber.

Como saber, el inconsciente freudiano supone una nueva razón en el mundo. No es lo irracional, es una razón, una razón que explica lo que la razón usual arroja al sin sentido. Freud es imprescindible para hacer verdad la afirmación hegeliana: «Todo lo real es racional». Eso, sin Freud, no se puede demostrar, porque sin Freud, un lapsus es inexplicable, un sueño es un enigma, y un síntoma es un disfuncionamiento. Es lo que toda ilustración, con mayúscula o minúscula, deja fuera. A la razón freudiana poco le importa que no se le reconozcan sus derechos: se los toma en forma de malestar, en forma de angustia, en forma de síntoma.

Pero es con el síntoma, como el inconsciente revela su otra cara, la cara de goce. En efecto, nada hay más verdadero que el síntoma que somos. Lo diré de una manera más precisa. Ustedes saben que Marx aclaró para siempre que el síntoma no es un disfuncionamiento del sistema capitalista, sino su verdad. Pues bien, eso mismo es lo que dijo Freud: que la verdad de un sujeto está en sus síntomas, o sea, que nada dice más de la verdad de un sujeto que su síntoma − y no por ejemplo, sus títulos universitarios− y por ello la verdad que importa en psicoanálisis es la verdad del goce del sujeto, esa que hace síntoma. Y por eso, la duda que mencionábamos antes: de ese síntoma, ¿queremos saber? Nada menos claro, porque confrontarse al goce propio es confrontarse a la dimensión del mal − el mal para sí o el mal para el Otro− y es ahí donde todos «intuimos» que el mal no es una cuestión de desconocimiento sino de un sí o un no a un goce − la página ausente de la filosofía, según señala Lacan.

El goce. El goce es el nombre lacaniano de la paradójica satisfacción humana. Históricamente se ha querido hacer coincidir el bien con el deseo: el bien sería deseable y eso nos llevaría a la satisfacción, cuando no a la felicidad. Lo que la clínica analítica demuestra es que el deseo humano, en tanto inconsciente, no conoce el bien como condición necesaria, y menos, el bien supremo platónico. El bien y el deseo no van obligatoriamente de consuno y, por el contrario, no es al bien sino al goce a lo que el deseo se anuda. Sade se orientaba bien en esto, y Freud lo señaló bajo la instancia del superyó, instancia que conduce al sujeto a buscar su goce bajo las formas más extrañas y atentadoras contra eso que se llamó el bien. Es lo que Lacan llamará la excentricidad del deseo, como paradoja de la ética, porque lo que comanda al deseo es el goce y no el bien, un goce que, con frecuencia, como decíamos antes, puede conllevar el mal.

Es este un campo propicio para el diálogo entre filosofía y psicoanálisis porque podríamos dialogar sobre una ética situada más allá del bien, pero que no quede más acá del mal − Lacan eligió a la filosofía como partenaire en el campo de la ética. Para esto es necesario saber que el mal no es un error epistémico, como quería Sócrates, sino que hay algo en el ser humano que le lleva a sentirse bien en el mal porque ahí goza, y en el bien se aburre.

Ninguna ética digna de ese nombre puede pasar ni del hecho de que para algunos sujetos el bien no constituye su bienestar, sino que su goce puede estar en el mal. Es esta atracción por el mal lo que Freud descubre bajo el término de pulsión de muerte, muerte que no es deudora de la biología, ni debe nada a la vejez ni a la enfermedad, sino una muerte adelantada en el tiempo y rebuscada en sus formas, enteramente debida a lo que en el inconsciente está escrito, y que adopta esa forma siniestra del destino, un destino que puede hacer que la muerte debida al significante, o sea, al inconsciente, se adelante a la muerte debida a la materia orgánica. Una muerte que no necesita ser la extinción de una vida, porque puede adquirir la forma de fracaso repetido, de ruina subjetiva. Un fracaso, una ruina respecto a los cuales el sujeto confesará que nada sabe de su razón − salvo que ese nada sabe es la marca de la presencia del inconsciente. Y si menciono el término de destino es para hacerles sentir que el inconsciente freudiano es un saber muy especial, porque es un saber que no lleva a la erudición, un saber del cual no se pueden hacer títulos universitarios, sino que determina el destino, porque a fin de cuentas, el destino es la conclusión lógica de la manera de gozar de cada sujeto.

 

 
Nuestra posibilidad
 

Esos son algunos de nuestros diferendos, respecto a los cuales lo mejor es aceptarlos, porque negarlos, sólo llevaría a asistir a su retorno. Y retornarían como imposibilidad en el diálogo, más allá de la buena voluntad que le pusiéramos a éste.

Y porque la buena voluntad, las buenas intenciones se dan de bruces con lo real, queda la posibilidad, desde el psicoanálisis, de dejar algunas indicaciones − que la filosofía seguirá o no.

Una filosofía Otra a sí misma, dijimos al principio. Eso supone una filosofía extraña a sí misma, que no pueda, pues, reconocerse en lo que aborda y en el cómo lo aborda.

El cómo lo aborda supone que si la filosofía está atenta a lo que Juan XXIII llamaba «los signos de los tiempos», la filosofía dejará de ser una filosofía del sentido, gastado de entrada, porque ese sentido, como todos, es la frágil capa que cubre la relación traumática del sujeto con lo real.

Y lo que aborda no puede ser otra cosa que ese trauma. El mundo actual es cada vez más freudiano porque lo que Freud despejó para la estructura singular, aparece cada vez más en lo social: cada vez más, el sujeto es trauma y goce, trauma y síntoma. Síntoma como anclaje frente al cambio, frente a la metonimia acelerada del momento que nos empuja como al Angelus novus de W. Benjamin. Una nueva filosofía para un mundo cambiante, un mundo poblado de sujetos cada vez más descreídos, menos púdicos, cada vez más cínicos en su goce, como respuesta a un Otro de la justicia, de la Ley, del bien, en el que ya pocos creen.

¿Supone esto el fin de la historia? No. Se trata de un punto de giro, de cambio, un punto límite, y la filosofía habrá de decidir si quiere cerrar con el sentido el interrogante que se nos abre, o hacerse cargo de que lo social es cada vez más un ágora de sujetos traumatizados que no encuentran en el Otro la palabra que les ayude − padres, profesores, instituciones confiesan su impotencia y desorientación frente a las nuevas formas de soledad y goce.

Aquí nos parece encontrar el próximo reto para la filosofía: ¿qué hacer frente a un mundo y a unos sujetos donde el goce ha sustituido al sentido? ¿Ser el pepito grillo del amo o encontrar la lógica de esta jaula de grillos?¿Ser el aguijón que se clava en las ancas del amo y que sólo le sirve para espolearlo? ¿Educarle? ¿Interrogarse por el ser cuando ya cada sujeto respondió en su fuero interno diciendo: «Soy lo que gozo»? ¿Se trata de dolerse por lo que fue y ya no es, o hacer el duelo por lo que nunca será − ni la República platónica, ni la Utopía de Moro son mas que ideales donde puede refugiarse la huida de lo real?

Quizás haya propuestas más interesantes. Por ejemplo, si volver al sentido no tiene mucho sentido, ¿qué supondría interrogar a lo social? No otra cosa que tomar lo social como punto de interrogación, o sea, tomar, cada vez más, lo social como síntoma − mientras que el psicoanálisis trabajará la dimensión particular del síntoma como vínculo.

El filósofo puede dejarse ilustrar por eso que va mal y que ignora. Sólo si el filósofo quiere vivirse como traumatizado por el mundo, hará la epojé más saludable − la que conlleva el extrañamiento como la posición más lúcida para la filosofía.

Al analista, por el contrario, le cabe el papel no del traumatizado, sino del agente del trauma, el «traumaturgo» del Otro, pues es eso lo que se espera de su decir y de su posición: algo inasimilable para el Otro, y que pueda servir a otros para sospechar que hay una posición, la del analista, que no queda del lado ni de la alienación de todos ni de la separación suicida de algunos.

Podemos debatir conceptos pero es más interesante dejarse enseñar por lo real, lo real como eso que no va. Es tiempo de tomar lo real como banco de pruebas y como escuela, lo que ayudaría a reabrir la especulación filosófica y la clínica psicoanalítica. Lo real como eso que no se deja olvidar, como lo que adviene bajo la forma de trauma, y borra todo saber, lo tacha, lo anula y quizás, su contingencia, sea la posibilidad para un diálogo, porque es ahí donde todo saber es llamado a su invención.

Sólo si los filósofos se olvidan de la filosofía, podrán dejarse ilustrar por estos tiempos que nos ha tocado vivir, porque si una nueva filosofía es posible, esa filosofía está por hacer. Esa será la filosofía de los filósofos que se dejen ilustrar por el trauma como acontecimiento imprevisto. Es ahí donde, aunque fuera sólo a tramos, el camino de la filosofía y el del psicoanálisis pueden ir en paralelo.

Entre filosofía y psicoanálisis, el diálogo es posible pero el acuerdo es imposible. Otra cosa son las contingencias, las de un encuentro que permita a un filósofo interesarse por el inconsciente y el goce que en él se cifra. Queda por ello esperar de la filosofía que algún día podamos sentirla cercana al descubrimiento freudiano, una verdad inasimilable por la conciencia pero salvífica para el sujeto.

 

 
¿Cuál es la relación estructural entre el psicoanálisis y la filosofía?
 

Para terminar quiero ofrecer a mis colegas analistas una formulación de cómo entendemos lo que es el psicoanálisis en relación a la filosofía. La filosofía no es el complemento del psicoanálisis, ni el psicoanálisis es el complemento de la filosofía. Entiendo que el psicoanálisis es el retorno de lo forcluido por la filosofía. Decir forcluido es decir eso a lo que no se ha dado nunca entrada en un sistema o en una vida, y cuyo retorno no se hace bajo la forma de complemento, sino bajo la forma del enigma y de angustia. En el caso de la filosofía, lo forcluido es un saber inconsciente y un goce que no es siervo de ningún bien. Y de lo que se trata es de saber si la filosofía puede y quiere tomar nota de los efectos del psicoanálisis sobre ella.

 

 
Facultad de Psicología, Sevilla, 14 de noviembre de 2003.
José Antonio Naranjo fue miembro de la ELP. Falleció el 3 de marzo de 2006, participó activamente en la política de creación y puesta en marcha de los Centros Psicoanáliticos de Consulta y Tratamiento.
El texto corresponde al libro Razón del Psicoanálisis, publicado por ELP-RBA. Agradecemos la gentileza Mercedes González Castilo y de la editorial que han autorizado esta publicación.
 
 
 
Kilak | Diseño & Web
2008 - | Departamento de psicoanálisis y filosofía | CICBA