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Consecuencias
 
Edición N° 12
 
Mayo 2014 | #12 | Índice
 
La crisis del discurso científico
Por Javier Peteiro Cartelle [*]
 

Javier Peteiro CartellePodría parecer que el título de esta reflexión es un tanto forzado si consideramos la merecida atención que se concede en nuestro tiempo al discurso científico. Pero intentaré mostrar que ese discurso, tan pretendidamente objetivo, está en crisis. La conclusión a la que quiero llegar es que tal crisis no es intrínseca sino de sentido, es decir, no tanto epistemológica como hermenéutica.

Ciencia, realidad, explicación y aplicación.

El discurso científico pretende captar lo real, explicarlo y transformarlo. Desde la admiración por la ciencia, podríamos asignarle tres características que suelen asociarse entre sí: verdad, bondad y belleza. Pero esa asociación no es algo evidente. Sí podemos estar de acuerdo en que la ciencia desvela la belleza del mundo, pero más difícil es atribuirle el criterio de bondad si se recuerda Hiroshima. Finalmente, nos queda la cuestión de saber si se relaciona con la verdad. Se ha escrito mucho al respecto y la opinión sobre ello no puede hacerse propiamente desde la ciencia misma sino adoptando una posición filosófica e histórica. Podemos conformarnos con un empirismo pragmático o ir más allá y adoptar un realismo metafísico. En este caso, la ciencia sería un camino hacia una verdad independiente de ella, independiente del observador.

La ciencia se caracteriza por un método, basado en la observación, experimentación y construcción de teorías, y que requiere una objetividad intersubjetiva mediada por un lenguaje que abarca desde el habitual hasta el matemático. En realidad no hay ciencia sino ciencias. Si atendemos al carácter sistemático metodológico, en esa categoría entrarían disciplinas humanísticas como la Historia, pero, en general, suele hacerse una distinción entre lo científico y lo humanístico, una distinción no sólo académica si nos fijamos en el rumbo tecno-cientificista casi inhumano que pretende tomar la educación en Europa.

Las ciencias de la naturaleza pueden dividirse en duras, las que son predictivas de fenómenos, como la Física, y blandas, como la Biología, que son más bien narrativas. La ciencia nos proporciona explicaciones y aplicaciones. Y, en buena medida, eso hace que la veamos como verdadera y buena.

La explicación consiste en responder a preguntas básicas, y abundan los ejemplos: ¿Cómo funciona el corazón? ¿Qué es un electrón? ¿Por qué se producen las estaciones? etc., etc. La ciencia avanza en la medida en que va dando sus respuestas a esas cuestiones: ¿Qué?, ¿Cómo?, ¿Por qué? Ahora bien, eso ha ido ocurriendo secuencialmente. Hay un qué inicial enunciativo que se extiende en un afán descriptivo y taxonómico. Qué planta es ésta, qué animal es éste, qué partes podemos reconocer en el cerebro, etc. Tras la descripción se busca un "cómo" mecanicista: cómo funcionan las neuronas, cómo se mueven los continentes… Pero lo que más atrae a la investigación es el "por qué". No basta con saber cómo se contrae una enfermedad sino también su etiología. Por ejemplo, se sabe cómo influyen niveles altos de tensión arterial en distintos órganos, pero en la mayoría de los casos desconocemos la causa de la hipertensión, su porqué.

Podríamos decir que desde un "qué" inaugural, taxonómico, pasando por múltiples "cómo" y "porqué", la ciencia aspira a llegar al "qué" esencial. Eso es lo que ocurre en el caso de la Física con sus teorías de gran unificación. Ese "qué" tiene que ver con lo nouménico, con esa realidad esencial que generalmente se admite. Ahora bien, por lo que vamos viendo, ese real parece inaccesible, aunque quepa asistir a una aproximación asintótica a él.

Un real formal.

Somos seres que percibimos, tocamos y hablamos. El positivismo más crudo tendría que ver con un conocimiento sensorial en el que los instrumentos científicos simplemente facilitan esa percepción de los fenómenos. En el evangelio se alude a esa necesidad perceptiva por parte del incrédulo Tomás, que adoptaría así una actitud científica. Se dice a veces que uno sólo cree lo que ve y lo que toca. Pero sabemos que eso no nos llevaría muy lejos. Se pueden mover átomos individualmente, podemos hablar sobre el comportamiento de un electrón cuando atraviesa una doble rendija, pero propiamente no podemos "ver" átomos a no ser que confundamos esa mirada con el fruto de una interacción átomo – instrumento; mucho menos decir, porque no tiene sentido, cómo se comporta un electrón antes de colapsar su función de onda con la medida. La mejor aproximación a lo real no es factible por la mirada sino por el lenguaje.

Al final, del "qué" esencial sólo puede hablarse pero no sentirlo como podemos percibir un árbol. Todos los fenómenos electromagnéticos pueden condensarse en cuatro ecuaciones, las de Maxwell. En ellas estaría todo dicho con respecto a ese ámbito. Se espera algo similar en el caso de que sea posible unificar las cuatro teorías fundamentales, la gravitación, la interacción fuerte, la interacción nuclear débil y el electromagnetismo. Podríamos decir que lo real accesible por la ciencia es un real formal, expresable mediante una ecuación o un conjunto de ellas, un real decible.

Finalismo, Mito y Religión.

Seamos algo prácticos a partir de ahora. Podríamos decir en términos vulgares que la ciencia funciona, que es práctica, en un doble sentido: el explicativo, que da cuenta de muchas cosas, y el aplicativo dependiente de esa explicación. Gracias a la ciencia hemos pasado de una técnica artesanal y de ensayo y error a una tecno-ciencia como la que permite la navegación por GPS. Gracias a la ciencia tenemos medicamentos interesantes. Los ejemplos son cuantiosos. Y también, gracias a la ciencia, puede desarrollarse una técnica instrumental que facilite nuevos descubrimientos científicos, en un círculo virtuoso.

Me he fijado en tres preguntas, qué, cómo y por qué. Falta una, ¿para qué? Y esta cuestión tiene un doble sentido, el teórico y el pragmático. Aparentemente, el aspecto teórico, en términos de una causalidad final ha sido desterrado por la ciencia (los teoremas de Noether son un buen ejemplo), pero sólo aparentemente como veremos. En cuanto al aspecto pragmático cobra cada día más fuerza: ¿Para qué sirve haber buscado el bosón de Higgs? ¿Para qué sirve investigar sobre un compuesto químico determinado? A la ciencia se le reclaman, y cada vez con más urgencia, aplicaciones, de tal modo que cada día se justifican menos los proyectos de afán puramente epistémico y que tendrían que ver con una actividad lúdica, creativa, más que "profesional".

Las aplicaciones deseadas son de dos órdenes: transformador y predictivo. Interesa transformar lo que la naturaleza nos ofrece para mejorarlo, incluyendo en esa perspectiva nuestro propio organismo. Pero también interesa pronosticar lo que puede suceder para tomar decisiones. La ciencia ha sido utilitaria en ambos campos. Tenemos penicilina y podemos predecir cuándo llegará un cometa determinado, como el Halley, por citar sólo dos ejemplos habidos. Esperamos llegar a curar el cáncer y a pronosticar con antelación terremotos, por citar sólo dos ejemplos a alcanzar en el futuro.

En el orden del cuerpo, estas dos aplicaciones deseadas aspiran a lo máximo: la predicción total de nuestro futuro, desde la información genética y neuronal, y realizar el mito prometeico que alcanza cotas pintorescas en el sueño transhumanista. Sueño y mito tienen su relación. Al mito se le ha conferido un carácter peyorativo en comparación con el logos, pero incluso Platón lo utilizaba en algunos de sus Diálogos. La fuerza del mito sigue vigente. Creo que tal afirmación constituye uno de los grandes efectos del psicoanálisis y eso nos afecta a todos; los científicos no son ajenos a la creencia mítica. Más bien son impulsados por ella. Y no ya sólo la relativa a los mitos clásicos. Basta con pensar en la fascinación que ejerció Blancanieves en las mentes de Gödel y de Turing, una fascinación letal en ambos casos, aun cuando no quepa una interpretación de causalidad simplista. Y si hablamos de mito, parece apropiado hacerlo también de la religión, aun cuando es otra cosa porque, aunque integre elementos míticos, el mito no implica lo religioso, ni siquiera lo ritual. Hay una discusión sobre el origen del término "religión", que se hace proceder de relegere, según Cicerón, o de religare, según Lactancio. Unos cuatro siglos los separan. Relegere, releer, sugiere una actitud atenta a la verificación litúrgica, a seguir una lectura en la práctica, a una piedad ritual propia de una religión civil. Religare supondría la implicación de la subjetividad, su relación con lo trascendente. Entre la pietas civil romana y las religiones mistéricas habría la diferencia que se da entre lo ritual colectivo y la implicación fuertemente personal. Se ha aducido por parte de Benveniste que el cristianismo estaría más ligado a la etimología de religare que a la de relegere, pero eso es un tanto dudoso si se considera que Jesús no parece haber querido crear ninguna religión, ya que tenía la suya, judía, con una perspectiva apocalíptica, y, por otra parte, el cristianismo, surgido de una experiencia salvífica, no ha sido inicialmente único sino múltiple configurándose finalmente como lo conocemos tras múltiples influencias que incluyen el helenismo, el gnosticismo, las experiencias mistéricas…

El cristianismo triunfó frente a Mitra y pronto evolucionó hacia una religión cuasi-civil con preferencia por la ortodoxia, por lo que la lectura adecuada, el relegere, parece ser en realidad más afín a él que la experiencia salvífica personal inscrita en el religare y que lo habría originado. Ese ligero cambio les costó la vida a muchos herejes. Así, todos los males atribuibles a la religión, que son unos cuantos, han tenido más que ver con esa lectura, con el afán de ortodoxia, que con la religación personal como cierta forma de relación con lo divino o con lo santo a lo que se refería Otto, sea esa relación monástica, caritativa, gnóstica o del tipo que fuere. No es inadecuado hablar de religiones del libro. Y es en el ámbito cristiano en el que ha surgido la ciencia moderna, en el ámbito de un libro sagrado. No deja de ser llamativo que algo tan aparentemente banal como el momento de celebrar la Pascua incitara al perfeccionamiento del calendario. Sabemos de sus efectos, siendo Galileo un ejemplo, un ejemplo muy discutible según Stephen Gould, pero ejemplo al fin. Y conocemos otro ejemplo mejor y más reciente, Darwin. Galileo, creyente, Darwin presumiblemente ateo.

Parecería que la ciencia no tiene nada que ver con la religión. Es más, parecería, a la luz de las manifestaciones de muchos científicos que la ciencia es más bien atea. Y es que ya le dijo Laplace a Napoleón que no tenía necesidad de esa hipótesis, refiriéndose a Dios. Bien, parecería que la ciencia se ha distanciado de la religión y constituye un discurso aparte. Bastaría con leer cualquier trabajo científico para constatarlo. Bastaría también con ver que la mayoría de textos de divulgación científica están escritos por ateos. Sin embargo, la ciencia comparte algo con la religión, un intento de responder a la pregunta ¿para qué? Decía antes que el aspecto teórico inherente a esta pregunta ha sido desterrado de la ciencia, pero no es del todo cierto. Hay dos grandes ejemplos.

El finalismo biológico.

Uno de ellos, es el del finalismo biológico. Tanto en la enseñanza como en la divulgación llega incluso a hablarse de células y moléculas como si fueran agentes intencionales. Incluso los modelos utilizados en revistas científicas se dan en ese contexto teleológico. El propio ateo Monod hablaba de teleonomía. Usamos el término "para" con mucha frecuencia y así decimos que tenemos pulmones para captar aire con oxígeno, que tenemos hemoglobina en los hematíes de la sangre que circula gracias al corazón y que esa circulación sirve para que la hemoglobina suelte el oxígeno a las células para que éstas oxiden moléculas producto de la degradación de alimentos y para que con esa oxidación obtengan energía con la que construir nuevas moléculas. En realidad, no podemos describir lo biológico de otro modo, pero este sencillo ejemplo es una concatenación de explicaciones finalistas. Sin un contexto finalista, parece difícil redactar un texto de Fisiología. Ahora bien, admitir la finalidad en sentido fuerte, como causa en sentido aristotélico, equivaldría en la práctica a ser creacionista o partidario del diseño inteligente. Pero incluso en sentido débil, en términos heurísticos, la descripción finalista ha cuajado de tal modo que se le confiere a la evolución el papel que antes se le otorgaba a Dios, dándole carácter demiúrgico a la pura contingencia. A la vez, la apariencia de finalidad es clara y sugiere una necesidad, la de una hermenéutica del resultado científico, que supone un qué hacer con esa apariencia teleológica sin caer en la explicación teológica.

El finalismo físico.

Pero se postula una finalidad también como tal y de una forma que llega a ser audaz. Se trata del principio antrópico. Su versión débil indica que lo que esperamos observar debe estar restringido por la condición necesaria para nuestra presencia como observadores. En su versión fuerte, el Universo (y con él los parámetros fundamentales de los que depende) debe ser tal que admita la creación de observadores dentro de él en alguna etapa. Otras modalidades son las de Wheeler quien plantea que la vida es en algún sentido esencial para la coherencia del Universo, y la defendida por Tipler y Barrow, según los que, una vez que la vida emerge en el Universo, no desaparecerá, entendiendo por vida un modo de procesamiento inteligente de la información. En sus formas fuerte, participativa y finalista, el principio antrópico es más metafísico, por no decir religioso, que científico. Y el principio antrópico débil resulta trivial. Sin embargo, se sigue a vueltas y más vueltas con él. En todos los casos, el propio nombre del principio, aunque se presente como base para la hipótesis de universos múltiples, no deja de ser un retorno a la perspectiva antropocéntrica propia del Génesis, un retorno a la religión.

Finalismo utópico.

También tenemos otro finalismo con analogías al discurso religioso, el soteriológico, lo que equivale a decir que la ciencia nos salvará. Ahora bien, ¿cómo se plantea esa salvación? No tanto en el orden de la omnisciencia inalcanzable cuanto en el de una pretendida omnipotencia por la que el cáncer se curará, viajaremos a Marte o a Andrómeda, se acabarán problemas como el hambre, etc., etc. Es decir, no tanto como episteme o incluso como gnosis personal cuanto como praxis colectiva. Ahora bien, esta salvación anunciada insistentemente en los medios de comunicación mira a un hombre nuevo, no tanto en el orden espiritual como en el biológico; mira a un hombre futuro. Y esa mirada, utópica, no es propiamente científica, ni siquiera filosófica, sino que se ancla en la religiosa vetero-testamentaria. Siempre que surge la pregunta "¿para?" subyacen a ella emociones cargadas de resonancias míticas y religiosas. En cierto modo enlaza con la idea de una "historia de la salvación" asumida por muchos teólogos.

La difícil comprensión de la vida.

Retornemos ahora a esa pregunta inaugural y final, al qué esencial. Y nada parece más urgente en el orden vital que la propia pregunta por el qué de la vida. Desde que la formuló Schrödinger, asistimos a la única explicación que a día de hoy parece posible, la metafórica.

¿Qué nos une a nosotros a formas de vida tan alejadas como la del tardígrado, que puede entrar en animación suspendida durante más de cien años, mediante un proceso de deshidratación, y sobrevivir a condiciones de temperatura y radiactividad extremas? La búsqueda por un qué común a toda la variedad de vida conocida ha venido de la mano de dos enfoques complementarios: el reduccionismo químico y el atomismo biológico.

A diferencia del mar vital imaginado por Lem, la vida se da en nuestro planeta, único lugar donde la hemos encontrado, en forma discreta, de individuos, tomando como tales personas, árboles, pero también partes de ellos como órganos o células y conjuntos como sociedades o especies. Dicho de otro modo, la vida induce a pensar de modo atomístico, siendo el átomo vital la célula. Sabemos que, como el átomo físico, es divisible, pero eso no viene mucho al caso ahora. Lo importante es el reino de lo discreto sobre lo continuo. Y eso ha cambiado la forma básica de comprender la propia Medicina, que ha pasado de una perspectiva inicial hipocrática humoral, fluídica, a otra corpuscular, atomística. Desde esa base, el estudio de lo viviente, manteniendo su óptica morfológica, se ha completado no tanto desde la mirada física cuanto desde la química. Es llamativo el vasto conocimiento de la Bioquímica, o Biología Molecular si se prefiere, frente a la relativa escasez de publicaciones sobre Biofísica. Esa perspectiva química une, en realidad, dos atomismos, el celular y el químico, molecular, en una visión que ha tenido consecuencias muy fructíferas pero que también ha supuesto efectos negativos. Y es que esa perspectiva química se ha asociado de modo simplista a un determinismo que llega a alcanzar en su divulgación extremos delirantes que podríamos condensar en una frase tan general como vacía: "somos química". Es llamativo que incluso para referirse a la atracción entre dos personas se haya llegado a decir que "hay química entre ellas".

Creo interesante resaltar que el determinismo se da como algo negativo, como restricción, más que algo positivo, como predicción. Ahora bien, si en la propia Física el determinismo es más bien negativo, lo mismo ocurre en Biología. Demasiadas veces se confunde la causalidad necesaria con la suficiente, así como la correlación con la causalidad. Eso conduce con frecuencia a un discurso simplista lejano a la realidad. La obsesión de completitud en el ámbito molecular adopta generalmente una perspectiva fuertemente estática e ignorante del régimen en el que se dan muchos fenómenos biológicos básicos, un régimen que curiosamente coincide en escala con el de la nanotectnología y que no es ni micro ni macroscópico, sino intermedio, mesoscópico.

No basta con saber qué componentes químicos constituyen una célula. No basta siquiera con llegar a sintetizar una célula, intentos tan en boga de la mano de la Biología sintética, pues estaríamos más bien ante una copia o transformación de algo dado, no ante una creación de una forma radicalmente novedosa de vida. Parece difícil concebir el ir más allá en originalidad sintética de la diversidad que abarca desde una bacteria a una neurona, un cloroplasto o un virus. No basta con decir lo que es necesario para una forma de vida, porque carecemos de definición universal. Probablemente tampoco baste con lograr lo necesario y suficiente en una aproximación de Biología sintética. El qué supone algo distinto a una suma de componentes. Es un misterio a descifrar y, por ello, no sorprende el éxito de la palabra "código" que cuajó en el ámbito de la genética. Hay un orden maravilloso en los seres vivos y tampoco sorprende el éxito de ver la vida como información. La vida se sustenta en la organización de reacciones químicas que suponen un balance de energía libre negativa, que incrementan, de hecho, la entropía del universo, sometiéndose a la inviolabilidad del segundo principio de la termodinámica. Pero tanto orden sugiere una apariencia contraria. Henri Laborit hablaba de "neguentropía", de entropía negativa. No hay tal cosa, pero a la vez la formulación de Shannon relativa a la cantidad de información contempla a ésta en términos similares, como entropía negativa. Hay mucha confusión en torno a esta expresión, no siendo menor el olvido de que Shannon utilizaba su teoría de modo desconectado del valor semántico de la información.

El caso es que hoy en día tiende a equipararse vida con información, que ya sabemos que está recogida en los genes, lo que ha estimulado el proyecto Genoma y todos los que de él han derivado. Código e información son términos que se aplican a la vida pero que no son la vida. Estamos sólo ante la gran metáfora. Y su atractivo subyace a un afán de completitud obsesivo que ha cuajado en el proyecto Genoma y sus derivados, un afán de completitud que ha dado lugar a macro-proyectos de investigación cerebral como el Human Brain Project o el Brain.

La palabra información cobra importancia en su aplicación a todos los ámbitos. El lenguaje científico no se desprende fácilmente del vulgar y con frecuencia retorna a él mediante una divulgación simplista. Se dice vulgarmente que la información es poder, asignándole un cierto carácter totalizador. Pues bien, el máximo exceso se da a la hora de concebir como lo más elemental en el Universo a la propia información y no a la materia. Es la conocida tesis del "it from bit". Sin duda interesante, sin duda estimuladora de investigaciones físicas, pero que parece requerir la necesidad de observador para hablar de información en el sentido de Shannon, como sorpresa, o, dicho de otro modo, como medida. Vendría a ser, en cierto modo una versión moderna del idealismo de Berkeley.

Pero, en el contexto práctico, sí que la información es poder y cada día más. Para bien y para mal. A tal punto que el manejo estadístico de grandes bases de datos como las que se pueden obtener a partir de buscadores o de redes sociales pueden llegar a sustituir la necesidad de la explicación para alguna aplicación. De grandes masas de datos pueden obtenerse correlaciones predictivas sin que haya una teoría que sustente esa predicción. Así, el análisis de búsquedas en Google pareció evaluar la propagación de una epidemia mejor que modelos del CDC, aunque esto se ha discutido recientemente. Los ejemplos son numerosos y el interés en esa información es obvio, incluso sin que se precise vulneración alguna de anonimatos. Por otra parte, vemos cómo los grandes proyectos científicos, como el Genoma y los derivados de él han generado, y siguen haciéndolo, una sorprendente cantidad de datos, impulsando el desarrollo de la bioinformática para poder aclararse con ellos. Hay una obsesión por los datos, en una falsa identificación entre conocimiento e información. Y eso tiene un interés pragmático que puede cambiar el propio modo de concebir la necesidad de la ciencia, porque podría ocurrir que desde enfoques de uso de grandes bases de datos podamos predecir sin explicar. Hasta ahora la utilidad pragmática de la ciencia residía en la construcción de teorías explicativas a partir de las que se pudieran predecir fenómenos. Si eso puede hacerse mediante simples correlaciones desde colecciones masivas de datos, podría prescindirse de la ciencia básica que parece necesitarse a priori. No habría propiamente que pensar, sino sólo, como deseaba Leibniz, calcular.

Crisis.

¿De qué hablamos cuando hablamos de crisis del discurso científico? Si hay algo deseado por la ciencia es explicar y predecir. Eso supone un determinismo. Tal determinismo entró en crisis en el ámbito que le es más propio, el de la Física. A principios del siglo XX la mecánica cuántica mostró un mundo completamente extraño y puso de manifiesto el papel del observador en la observación realizada. Aunque la función de onda es determinista, no lo es su colapso en forma de medida. Ésta, lo medible, es algo intrínsecamente probabilístico, lo que hace ver el mundo de un modo muy diferente. Según algunos físicos, carece de sentido preguntarse por las propiedades de una partícula antes de la medida. Más tarde, proliferaron trabajos que dieron cuenta de la importancia del caos determinista, algo que ocurría en el mundo clásico pero que no era predecible por su alta sensibilidad a condiciones iniciales y el carácter no lineal de las ecuaciones implícitas en el proceso. Cuando estamos ante múltiples variables, los efectos del azar tienen también una gran importancia. De ese modo, el determinismo residual que permanece, incluso en física, es más bien negativo, indicándonos lo que no puede ocurrir en vez de predecir lo que sucederá. De hecho, la predicción requiere el concurso de condiciones controladas mediante la experimentación u observación del fenómeno predecible.

Parecería que las matemáticas fueran inmunes a una crisis análoga. También a principios del siglo XX se soñaba con un sistema perfectamente lógico, axiomatizable, es decir, desde el que partiendo de unos axiomas y mediante unas reglas de inferencia lógica pudiera desplegarse todo el mundo matemático. De uno de los grandes matemáticos, Hilbert, surgieron tres preguntas cruciales: ¿Son las matemáticas completas, es decir, cualquier proposición puede ser probada o rechazada? ¿Son las matemáticas consistentes, es decir, no es posible demostrar algo falso? ¿Son las matemáticas decidibles, es decir, cualquier proposición se puede demostrar como cierta o falsa tras una secuencia finita de pasos? Gödel demostraría que las matemáticas no podían ser completas y consistentes a la vez, en tanto que Turing señalaba que cualquier sistema formal debe tener proposiciones indecidibles. Las matemáticas no son decidibles. La incompletitud se produce por la incomputabilidad.

Éstas sí han sido crisis de la ciencia, pero dentro de ella misma. Podríamos decir que tienen que ver con lo epistemológico, aunque la mecánica cuántica haya dado lugar a múltiples interpretaciones. Pero la crisis del discurso científico actual va más ligada a una crisis de sentido, que convendría analizar en otro orden, el hermenéutico. Hemos visto algunos de los factores propicios a esa crisis: la relación con el aspecto religioso, la sustitución, discutible pero, al menos, imaginable, de la ciencia constructora de hipótesis por la exploración de grandes masas de datos y, sobre todo, la insuficiencia del lenguaje que, en el ámbito biológico, es forzosamente metafórico. No hay genes egoístas como decía Dawkins, era sólo su forma de hablar de algo. La evolución no quiere nada, pretenderlo es otro modo de hablar de algo, la vida no es equivalente a información; también es otro modo de hablar, otra metáfora.

Esa es, creo yo, la gran crisis que se presenta: ¿de qué hablamos científicamente? o, dicho de otro modo, ¿es posible hablar científicamente sin el uso de la intuición y la metáfora? Porque si es así, si nuestro lenguaje formal se distancia mucho del intuitivo, quizá suceda que no sabemos de qué hablamos. La necesidad de una interpretación correcta de un discurso científico ya en crisis se impone. Y eso ya no pertenece al ámbito de la epistemología cuanto al de la hermenéutica. Dicho de otro modo, sólo parece posible entender la ciencia alejándose de ella. Su necesidad parece clara, porque sólo desde la adecuada interpretación pueden evitarse excesos en la concepción ontológica del ser humano, como los que se dan con tanta frecuencia en la extrapolación cientificista inundada a la que no es ajena el ámbito clínico.

 
Notas

* Intervención realizada durante las XVIII Jornadas del Instituto del Campo Freudiano: "La crisis… del discurso actual", llevadas a cabo los días 4 y 5 de abril de 2014 en A Coruña, España.

Javier Peteiro Cartelle es Doctor en Medicina y Jefe de Sección Bioquímica y Laboratorio de Alergia del "Complejo Hospitalario Universitario de A Coruña". Autor de "El autoritarismo científico", Miguel Gómez Editores, Málaga, 2010.

Le agradecemos su disposición para que esta ponencia sea publicada en nuestra edición 12 de Revista Consecuencias.

 
 
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