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Consecuencias
 
Edición N° 18
 
Diciembre 2016 | #18 | Índice
 
Palabras preliminares [1]
Por Miquel Bassols [2]
 

Miquel BassolsBullying – El término ha hecho fortuna hasta pasar al discurso común, atravesando lenguas y países, clases y tribus diversas. Admitámoslo tal cual, como un síntoma de aquello que se ha hecho innombrable de una violencia donde menos la esperaría la mejor conciencia pedagógica. Admitámoslo, pero sin ceder a la sugestión social que el propio término produce dando por sentado su sentido.

De hecho, el término bullying, introducido en los años setenta por el psicólogo Dan Olweus para dar cuenta del fenómeno del acoso entre pares en el ámbito escolar, tiene en la lengua inglesa un noble origen. Bully designa ahora al matón, el abusón, el "abusica" se decía antes en los colegios de España, de manera acusatoria por lo demás, el que intimida, el que acosa y extorsiona a los que considera más débiles. Pero el mismo término que hoy significa en la lengua inglesa "brabucón" designaba originalmente otra cosa, incluso su contrario. Tiene en eso un parecido con el término Unheimlich, lo siniestro, que Freud estudió en su momento a partir de la doble significación antitética de lo más familiar y lo más extraño a la vez, ambas compatibles en el inconsciente. Bully tenía en el siglo XVI el sentido de amante, fuera del sexo que fuera, el querido o la querida del caballero feudal. Se supone que proviene del término holandés boel, que significaba igualmente amante. No fue hasta el siglo XX que el término vino a designar al agente de un abuso repetido, físico o verbal, y al acoso de alguien que se cree con más poder que su objeto. Podemos tomar este giro como una pura contingencia sin sentido, pero podemos también escuchar en él –esa fue la vía freudiana la lógica que el inconsciente impone a los usos del significante y a sus efectos sobre cada sujeto.

Así, desde el fuero más íntimo del acosador, nos llegan también los ecos de lo que sería finalmente su demanda más ignorada: ¡Quiéreme! Que esta demanda se funde en la exigencia de una dominación sin límites, por tiránica que sea, no hace más que confirmar las formas en las que el propio amor se encuentra tantas veces con el feroz imperativo que Lacan situó en la figura del superyó. La demanda de amor es así de paradójica y en su límite puede encontrarse fácilmente con la figura obscena de un imperativo de satisfacción que llega incluso a destruir el objeto de amor. La llamada "violencia de género" no tiene otro resorte.

¿Sería entonces el bullying un manifestación de una demanda de amor que no se sabe a sí misma, que no puede afirmarse si no es en el abuso del poder exhibido ante los otros sobre su objeto, igualmente imposible de reconocer como objeto de amor? De hecho, el lector encontrará en las páginas que siguen varios rastros de este hilo que ata en el inconsciente el amor con el odio, y a ambos con el goce del acto agresivo. Hay ejemplos diversos de esta "ambivalencia", para retomar el término clásico en psicoanálisis.

Llama la atención en efecto, siempre y en cada caso de bullying, la fijación del acosador con su víctima, idéntica estructuralmente a la que en la pareja sádica une al sujeto con su objeto inseparable. Lejos de querer su desaparición, su segregación absoluta, el bully necesita mantener a toda costa el vínculo con el acosado en el interior de la lógica del grupo. Y ahí no debemos dejar pasar tampoco el otro rasgo que hace del bullying una escena tan persistente en los grupos escolares. No, no es la desaparición del colegio lo que espera el acosador o la acosadora de su víctima, es más bien el reconocimiento, con su presencia irreductible, del vínculo que constituye al grupo a partir de una segregación que debe mantenerse en su propio interior. Y ello como signo de la fortaleza de esos vínculos de grupo. Vienen también a confirmarlo varios ejemplos que el lector encontrará en este libro, ejemplos en los que la figura del grupo, como tercero observador del acto de bullying entre acosador y acosado, es inherente y condición necesaria para mantener ese vínculo en la escena.

¿Qué hacer entonces? se pregunta de inmediato el que se enfrenta desde distintos lugares a este fenómeno, tan antiguo de hecho como el propio vínculo que constituye al grupo escolar. Ya sea desde el lugar del enseñante, del familiar, del acosador o del acosado, la pregunta debe empezar a abordarse por la negativa. En primer lugar, se trata de desvictimizar a la víctima, de devolverle su condición de sujeto allí donde participa, sin saberlo y sin quererlo, de la lógica del grupo en la que se juegan las identificaciones de sus tres lugares estructurales. Lo que quiere decir también entonces interrogar a los otros dos lugares en su condición de sujetos del goce: al acosador en su demanda de amor-odio, al observador en la satisfacción que lo confirma como parte integrante de la escena.

Digamos para concluir que la tarea pedagógica y la tarea mediadora encontrarán siempre aquí un límite: en lo imposible de educar el goce y en lo imposible de mediar entre el sujeto y el objeto de ese goce. Será siempre necesario interrogar a cada uno, fuera del vínculo grupal, sobre aquello que lo mantiene atado a lo más innombrable de su objeto.

Tarea propia del discurso del analista allí donde sea posible.

Marzo de 2016

 
Notas
  1. Estas Palabras preliminares prologan el libro Bullying, acoso y tiempos violentos, compilado por Mario Goldenberg, Grama ediciones, 2016
  2. Miquel Bassols es psicoanalista, presidente de la AMP.
 
 
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