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Consecuencias
 
Edición N° 19
 
Julio 2017 | #19 | Índice
 
La comunidad barrada: un dique contra el odio que hace masa
Por Philippe Fultot
 

Philippe Fultot

"El olvido solo se valoriza en proporción al goce indecible que aporta la cólera que no olvida. "
Nicole Loraux, La ciudad dividida.

"La alianza oligárquica de la riqueza y de la ciencia reclama hoy todo el poder y excluye que el pueblo pueda aún dividirse y multiplicarse. Pero esa división que es expulsada de los principios retorna por todos lados."
Jacques Rancière, El odio a la democracia.

Mediante al autoelogio con el que esta época se celebra a sí misma, se ha llegado a un consenso acerca del consenso: contra el populismo, ese mal supremo que le inflige un daño a la comunidad, separándola en dos facciones que se examinan con mutuo rencor, el verdadero espíritu de la política –a través del cual la comunidad podrá finalmente acceder a ese goce fantasmático prometido y largamente postergado– consiste por el contrario en una gestión totalizante de la concordia, del acuerdo, del consenso. En su pasión por lo Uno, todo el cuerpo clausurado de la comunidad, idéntico a sí mismo, tirando para un mismo lado y poniendo el hombro para sacar al país adelante.

Terminar con la división en facciones es terminar con lo político: es éste el propósito de los tiempos consensuales. Olvidar el litigio disensual de lo político y exaltar ad nauseam la unidad consensual de la política, entendida por supuesto como la administración gerencial de las cosas y de la vida. Eliminar el modo de subjetivación democrática (ese encuentro siempre traumático con la lengua a través del cual los sujetos descubren sin embargo que pueden ser iguales entre sí[1], rechazando el lugar que les fue asignado en el reparto de los roles y reintroduciendo el escándalo de lo contingente, por el cual resulta cuestionado el orden jerárquico de distribución de las suertes) en favor de la nueva subjetividad liberal que fabrica gerentes de sí mismos reenviados a la rentabilidad hedonista de sus existencias.

Esta verdadera denegación de la noción de conflicto –y de la subjetivación específica que le es propia– como algo connatural a la comunidad no es nueva: se trata simplemente de una versión actualizada, en fase con la época, llevada a cabo por los spin doctors del dispositivo invasivo del marketing propagandístico. Pero en tiempos muy lejanos, en esa Atenas solemne en la que, para desprecio de Platón, cualquiera era igual a cualquiera y la palabra y el voto del zapatero valían lo mismo que los del filósofo, el espectro siempre amenazante de la stasis ya había conducido al mismo intento infructuoso de obturar con el olvido aquello que el totalitarismo del consenso pretender reprimir hoy.

El trauma con respecto al cual los atenienses debieron acomodarse, aunque intentaran sistemáticamente practicar el olvido, consiste en que, en palabras de Ernesto Laclau, la sociedad no existe, dando por entendido que no hay comunidad isomorfa ni homogénea, reconciliada consigo misma. En este sentido se podría afirmar que todo el esfuerzo del pensamiento griego por evitar los extremos e ir hacia el equilibrio moderado del medio, esa lucha permanente entre hybris (desmesura) y sophrosyne (mesura)[2], no pretendía en definitiva otra cosa más que intentar olvidar la naturaleza estructuralmente conflictiva del vivir–juntos, naturaleza que el propio legislador Solón hubo de reconocer e incluso de instituir –en lugar de reprimirla– al sancionar entre sus reformas una ley por la cual todo aquel ciudadano que no tomara posición frente a un conflicto que dividiera a la ciudad, sería sancionado con atimia, deshonor, y privado de sus derechos cívicos.

Estas y otras ideas sobre Atenas y sobre lo político son las que Nicole Loraux desarrolla en La ciudad dividida, un libro extraordinario en el que a través de un hecho histórico puntual, la amnistía que en el año 403 a.C. pone fin a une guerra civil en la que los demócratas retoman el poder de la ciudad, la autora trasciende la historia de Grecia e interroga de modo inédito la cuestión misma de lo político.

La amnistía, expresión que comparte raíz etimológica con amnesia, reforzando así la hipótesis sobre el olvido, se formaliza con una reconciliación entre las dos partes en las que se dividió la ciudad, y con un juramento en forma negativa que todos los ciudadanos tenían la obligación de formular: "juro no recordar los males del pasado". En la estela de lo planteado por Jacob Burckhardt, Loraux sucede a sus colegas Jean Pierre Vernant, Pierre Vidal Naquet y Moses Finley, en la certeza según la cual toda la cultura griega está atravesada por lo estructurante del conflicto, pero allí donde Loraux se distingue de ellos es en recurrir a una herramienta insólita para apoyar esta hipótesis: la teoría psicoanalítica.

Lo que llama la atención de Loraux es que la fórmula del juramento no sea "juro olvidar" sino su reverso en forma de negación, "juro no recordar", y acude a la obra de Freud y de Lacan para poder comprender mejor esa forma particular de terminar con la guerra civil. Admitiendo lo dificultoso y polémico de hacer uso de categorías psicoanalíticas aplicadas al estudio de lo político y de la historia, en especial el hecho de dotar a la ciudad de un inconsciente[3], Loraux se apoya en categorías explicativas fundamentales del psicoanálisis, como sujeto barrado, lo reprimido, la denegación, o el no querer saber nada con eso, para explicar el motivo por el cual la diada conflicto/olvido va a estructurar la existencia no solo de la historia de Atenas, sino de lo político mismo.

En el inconsciente de Atenas, habría un trauma inicial: la ciudad está barrada, escindida, distinta de sí misma, desde siempre y para siempre. Atenas no quiere saber nada con eso e intenta una y otra vez forzarlo al desalojo, reprimirlo, o bien negarlo en juicio como sustitución intelectual de la represión. Hay que negar la división litigiosa de lo político velándola detrás de lo ideal del consenso de la política, del cual la isonomia (igualdad ante la ley) y la votación igualitaria del sufragio, como "mascaras utópicas de lo intercambiable"[4], serían su expresión.

Pero Loraux va incluso más lejos. En efecto, la orden "olvidar" no es exactamente lo mismo que la orden "prohibido recordar" del juramento de reconciliación. Para Loraux esta forma más compleja del imperativo es la que emparenta aún más a la ciudad con un sujeto del inconsciente y la que legitima el uso de categorías psicoanalíticas, puesto que se apoya en Freud para comprender el olvido "no como ausencia irremediable sino como presencia que se ha ausentado de sí misma"[5], y menciona que en su Seminario VII Lacan define al inconsciente como la memoria de lo que olvida.

La prohibición de recordar, esa presencia que se ausenta, es entonces en realidad su anverso. Se trata de una invitación negativa al recuerdo, de una memoria de lo que olvida. Y lo que al prohibir recordar retorna y queda promovido al rango opuesto, al de la memoria, es algo bien específico: son los conflictos pasados los que crean lazo entre los ciudadanos. Dicho de otro modo, la ciudad se com–parte, es una "división en común" y el conflicto tiene pues "un poder de atadura más sólido que el consenso. (…) El vínculo más fuerte es el que deshace la ciudad. (…) Lo que separa anuda con un vínculo dotado de un extraño poder"[6]. Lo político reúne lo separado, pero lo reúne en tanto que separado.

Porque pretende autopropulsarse (cuál bootstrapping del Barón de Munchausen) rechazando todo legado simbólico con el pasado, el momento consensual se ve obligado a un olvido fundador: el olvido de la división. Frente a esta hipótesis epocal de la unidad suturada de la comunidad, la esencia de lo democrático es por el contrario esa "pertenencia al mismo mundo que solo se puede decir en la polémica, reunión que no puede hacerse sino en el combate"[7], como "manifestación disensual de dos mundos en uno solo"[8].

Cuestionando el consenso acerca del consenso, lo que Atenas nos deja como verdadero principio esencial de lo democrático es, antes bien, el litigio acerca de la existencia misma del litigio. Lo democrático es aquello que ocurre cuando la torsión del conflicto vuelve a surgir una y otra vez allí mismo donde se la creía expulsada definitivamente, y proclama que por mucho que les pese a los evangelistas del consenso, la parte de los que quedaron fuera de la cuenta instaura un malentendido, una división.

Hay sin embargo algo más. Lo que Atenas quizás intuía era que la stasis, la guerra entre los pobres y los ricos, prevenía una guerra aún más temible, más primitiva y antigua, la guerra de la reunión del Uno, del cuerpo cerrado de la comunidad, contra su resto, su excedente, su parte maldita. El Dos del disenso que incluye en lo común, ejercería una función de dique que contiene al Uno del consenso que excluye de lo común, puesto que el Uno reconcilia fantasmaticamente a la comunidad consigo misma, aglutina a la ciudad ahora unificada alrededor del odio dirigido al chivo expiatorio cuya existencia misma priva a esa comunidad del goce prometido. Ayer el judío, el burgués, el contrarrevolucionario, sustractores de goce, partes excedentes de los totalitarismos del siglo XX; hoy el ñoqui, el piquetero, el estudiante universitario de países limítrofes, el manteros de Once y pronto cualquier trabajador del estado a secas, verdadero parásito asistido que vive del esfuerzo de los demás, yendo a contramano de la era del sujeto empresario de sí mismo que no le debe nada a nadie.

Cuando Lacan profetizaba en Televisión (1973) acerca de las nuevas formas de racismo como odio a los modos subdesarrollados de goce del otro, sospechaba él también lo mismo acerca de ese odio agazapado que se desencadena cuando la comunidad se sutura e intenta excluir a su parte maldita. Se trata de un racismo que hace masa y que odia una forma maligna de goce, la de la parte excedentaria de la comunidad, acusada de sustraer el goce puro al que ésta estaba destinada. Si hay algo que el siglo XX debe dejarnos como lección es que lo político como litigio, como división que no puede ser trascendida, funciona siempre como barrera contra el racismo y el totalitarismo, y detrás de todo elogio del consenso, incluyendo por supuesto al consenso liberal, vemos emerger la figura de la Bestia Inmunda.

Aún así, es de esperar que la pasión por el Uno por venir sea aún más mortífera que todo lo conocido hasta aquí. Si la denegación de la división operaba siempre desde el olvido, desde la represión, y retornaba en lo simbólico, puede ocurrir que esta época consensual que se opone a todo límite, porque se apoya en la forclusión del nombre del padre, de lugar a un "borrado de esos modos políticos de subjetivación del litigio"[9] que tendrá como consecuencia "la reaparición brutal en lo real de una alteridad que ya no se simboliza"[10].

 
Notas
  1. Es por ese motivo que aún antes de la igualdad de sufragio, lo que Atenas valoraba era la institución de la isegoria, el derecho de cada ciudadano a tomar la palabra en la asamblea y dar su punto de vista sobre una situación específica.
  2. Lo que Nietzsche llamó lo "dionisiaco versus lo apolíneo" en El origen de la tragedia.
  3. Aún cuando Freud haya habilitado ese ejercicio en numerosos pasajes de su obra; y que Lacan estableciera la existencia de un discurso psicoanalítico al lado de los otros tres (o cuatro, si incluimos el discurso del capitalista).
  4. Loraux, N., La ciudad dividida. El olvido en la memoria de Atenas, Buenos Aires, Kats, 2008, p.53.
  5. Ibíd., p. 145.
  6. Ibíd. p. 94 y sig.
  7. Rancière, J., Aux bords du politique, Paris, Gallimard, 2012, p. 92.
  8. Ibíd.
  9. Rancière, J., El desacuerdo, Buenos Aires, Nueva Visión , 2007, p.149
  10. Ibíd.
 
 
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