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Consecuencias
 
Edición N° 22
 
Julio 2019 | #22 | Índice
 
Lo que Lacan sabía sobre la teoría queer
Por Fabián Fajnwaks
 
Fabián Fajnwaks

Lacan no conoció las teorías queer ni los estudios de género, dado que se desarrollaron a partir de los años 80s, pero seguro que de haber vivido algunos años más, se habría interesado en ellos. El corpus teórico de los estudios de género, y de su avatar, según Anne–Emmanuelle Berger[1], los estudios queer, están constituidos por un desarrollo que se nutre en gran parte de la french theory, es decir de la lectura hecha por universitarios americanos sobre autores como Foucault, Deleuze, Derrida y… Lacan. Pero no es por una simple curiosidad de saber en lo que su enseñanza se habría convertido en las universidades americanas que Lacan se habría interesado por esos estudios, sino porque abordan lo que está en el corazón de la experiencia del análisis desde su creación por Sigmund Freud: la relación entre el ser hablante y lo real que constituye su sexualidad. Lacan forjó el término troumatisme (neologismo que conjuga traumatismo y “trou”, agujero) para nombrar aquello que acerca de la sexualidad no puede ser dicho y que determina en gran parte la relación del ser hablante con la existencia. La cuestión de saber si la sexualidad comprendida en estos términos es equivalente al sexo y a sus múltiples prácticas, introduce ya una línea de fractura entre lo que le interesaba a los estudios queer y al psicoanálisis, tanto más cuanto que los queer studies se interesan en las diferentes nominaciones que las diferentes prácticas sexuales permiten promover para introducir rupturas en el orden normativo de discursos que la heterosexualidad fijó y determinó durante siglos. En este punto hay un interés común con el psicoanálisis lacaniano puesto que en los años ‘70s Lacan se interesó mucho por las nominaciones que un ser de lenguaje podía encontrar a partir de un modo singular de goce. Pero allí aparece una vez más una línea de fractura, puesto que el goce sexual no es el goce tal y como lo comprendía Lacan, entendido como aquello que designa una relación particular entre los seres hablantes y el placer, en tanto Pulsión, concepto fundamental del psicoanálisis, que los posiciona en una relación particular e irreductible más allá del principio de placer.

Parecerían pues existir puntos de convergencia entre los estudios queer y el psicoanálisis lacaniano, aunque fuese solo porque los primeros estudios se constituyeron contra una lectura de Lacan de ciertos autores, los mejores y los más interesantes. Basta con leer las críticas que Gayle Rubin, Monique Wittig, Judith Butler, Eve Kossofsky Sedwick dirigen a la teoría lacaniana, en los primeros años de la enseñanza de Lacan: su falocentrismo y su visión inicial de la perversión en términos exclusivamente fálicos, la primacía acordada al Nombre–del–Padre en su función de “normalización del deseo”. Podemos decir que no solo la enseñanza de Lacan permite responder por anticipación a estas críticas, sino que se reúne con muchas críticas que los autores queer dirigen a la psicología del Yo, a la adaptación a las normas sociales y políticas no sólo en lo que concierne a la sexualidad sino también, de modo general, al orden normativo del discurso en el que evolucionan los seres hablantes. Cuando en uno de los textos fundadores de los gender studies Gayle Rubin propone que “los estudios de género han sido erigidos contra la fetichización de la genitalidad que ha producido la tradición clínica del psicoanálisis americano”[2] se hace eco, sin saberlo, de las críticas que Lacan ya dirigía en los años ‘50 al “genital love” que la ego–psychology promovía para conciliar satisfacción pulsional y amor, dos términos estructuralmente inconexos en la obra de Freud, para tornar soluble el psicoanálisis con la “pursuit of hapiness”, la búsqueda de la felicidad inscripta en la Constitución de los Estados Unidos y reinante en su Cultura. Si Lacan promovió un “retorno a Freud” en aquellos años ‘50 era precisamente para despertar al psicoanálisis de su versión desviacionista de la psicología del Yo, pero también de otras formas que pudo tomar en Europa, y para retornar a los fundamentos freudianos, subversivos en sus principios.

El goce es queer

Recordemos que el término queer viene a nombrar todo comportamiento e identidades sexuales fuera del orden normativo heterosexual. De modo tal que las comunidades agrupadas bajo la bandera gay y lesbiana son estigmatizadas como inscribiéndose aun en un orden que valida la lógica binaria presente en la heterosexualidad. Las identidades queer se proponen romper este orden invirtiendo el “calificativo” queer (raro) contra aquellos que los estigmatizaban bajo ese término. Inscribir al psicoanálisis en este orden heteronormativo contribuye a un enorme malentendido o a una “ignorancia concertada” para retomar un término de A.–E. Berger y “consentida”, añadiríamos nosotros. Imputar al psicoanálisis el hacerse el garante de este orden normativo que busca preservar la diferencia sexual y a leer en consecuencia todo fenómeno que surge en la clínica bajo esta grilla, no hace más que proyectar un principio de tipo ideológico, queriendo hacerlo existir allí donde ya no está, para preservar, en el fondo, aquello que constituye el principio de un buen goce. Se pueden oponer a esta crítica al menos dos términos que poseen un valor axiomático en los inicios psicoanalíticos de la sexualidad: la pulsión freudiana y la constatación lacaniana de la inexistencia de una relación sexual que se pueda escribir.

El concepto de pulsión tal y como Freud lo introdujo implica una ausencia de objeto pre–determinado a la sexualidad: si en el devenir biográfico de un sujeto la pulsión se fija a un objeto, lo hace en encuentros contingentes que el fantasma del sujeto se ocupara en el aprèscoup de hacer necesario, y sobre todo de fijarlo. Punto fundamental que Freud hace valer desde sus Tres ensayos sobre teoría sexual debido al hecho de una constitución de la temporalidad específica de la sexualidad, temporalidad que Freud hace compartir en ese texto entre la infancia (primer momento) y la pubertad (segundo momento). Leamos a Freud: “es probable que la pulsión sexual sea inicialmente independiente de su objeto y que no sean tampoco los atractivos de éste último que determinen su aparición”[3]. En un texto posterior, “Pulsiones y destino de pulsión”, Freud sitúa cuatro elementos que hacen parte de la Pulsión: su empuje (Drang), el objeto, la satisfacción y el origen. Para diferenciarla claramente de la Pulsión del instinto animal, Freud pone en evidencia cuánto el objeto está indeterminado al nivel de la Pulsión y cuánto se fija en un momento del devenir histórico del sujeto, puede perfectamente, a partir de la sublimación, alcanzar objetivos distintos a los iniciales. Elemento importante, la satisfacción que la Pulsión obtiene no lo hace del objeto al cual se fija, sino de su recorrido autoerótico, siendo que el objeto no está en ese recorrido sino como un módulo que permite esa satisfacción. Es necesario un enorme esfuerzo de lectura para encontrar en esos términos una inclinación del deseo hacia el sexo opuesto, o aún hacia el mismo sexo, puesto que la pulsión es parcial en su recorrido y no se satisface sólo por él: es por esencia auto–erótica.

Un fino autor como Tim Dean, tal vez uno de los autores que mejor y más pronto haya leído a los autores queer iluminado por la enseñanza de Lacan en el mundo anglo–sajón, subraya cuánto el concepto de Pulsión en su relación de independencia al objeto, no permite en modo alguno insinuar que el psicoanálisis propone una tendencia heterosexuada al deseo sexual, y cuánto Freud y su niño “perverso polimorfo” han sido, mucho más que Foucault, verdaderos precursores intelectuales de los estudios queer[4]. Dean valoriza lo mucho que la teoría lacaniana del objeto (a) desheterosexualiza el deseo, puesto que éste en su estatus de objeto de deseo es parcial e inconexo a todo carácter sexual femenino o masculino.

Si el deseo se construye en relación a un objeto perdido, como Freud lo escribió en sus Tres Ensayos…, el deseo se encuentra desconectado de todo bajo fondo anatómico o biológico, y en consecuencia esencialista. En este sentido “la anatomía no es el destino” por parafrasear al Gran emperador citado por Freud, y sólo a través de una lectura sesgada se puede encontrar en Freud el fundamento de un sustrato biológico a aquello que particulariza del modo más radical la experiencia humana como lo es el deseo. Los surrealistas lo habían ya bien comprendido y es ciertamente esta dimensión anti–esencialista del psicoanálisis que condujo a André Breton a encontrar a Freud, aquel “burgués tranquilo de Viena dejó estupefacto a su visitante por no aurolearse con ninguna obsesión de Ménades”[5]. Si el psicoanálisis no es esencialista no es tampoco culturalista: no supone que lo sexual esté estructurado unívocamente a partir del Discurso, como lo comprende Michel Foucault por ejemplo, y una serie importante de autores queer orientados por su obra. Si la Pulsión está sometida a las variaciones culturales que cada época determina, si al nivel oral o escópico existen determinaciones innegables surgidas del Otro social, si existe una conformación en la relación entre un ser hablante al objeto que determine ver lo que vemos, o las relaciones con la alimentación, por ejemplo, habría que considerar por lo mismo que el objeto de la pulsión ocupa un estatus de real y por este mismo motivo es irreductible a toda determinación simbólica, o para decirlo en foucaultiano, discursiva. Si es permeable a las variaciones de la Cultura, se mantiene invariable porque su estatus está fuera de discurso. La Pulsión es el efecto en el cuerpo por el hecho que hay un decir y ese efecto es irreductible a la noción de Discurso, aún si puede oírse en esa bella definición de Lacan la presencia de un Discurso en el decir, es decir el lugar de la enunciación. Pero los efectos del discurso son reales, es decir inexorables, inevitables. En cuanto al axioma “no hay relación sexual que pueda escribirse” hay antes que nada que señalar como lo hace Jean Claude Milner que toda propuesta en la enseñanza de Lacan que comienza por un “hay...” (Hay Uno), o bien “no hay...” contiene un valor universal. Presenta pues un carácter axiomático en el interior mismo de su teoría. ¿Qué dice este axioma? Que en el nivel de la sexualidad no hay acuerdo posible entre el sujeto y su objeto, lo que, si prestamos atención, constituye una consecuencia directa de la ausencia de lazo pre–determinado entre la Pulsión y un objeto cualquiera. Al nivel de la estructura y más allá de los arreglos que el sujeto puede encontrar para hacer corresponder el cuerpo del partenaire al carácter siempre parcial de los objetos que conlleva, ningún objeto sabrá satisfacer plenamente la búsqueda de satisfacción de la Pulsión. Arreglo es pues la palabra que corresponde para nombrar lo que se presenta de modo estructural como un desacuerdo existente e insuperable.

Sería muy importante también recordar que esta ausencia de relación concierne no solo el lazo del sujeto con su partenaire sino también a la relación del sujeto con su propia identidad sexuada. Si la relación que lo enlaza al tipo ideal de su sexo no puede escribirse, es porque a pesar de las identificaciones o de performances que corresponden al tipo de su sexo o de su género, a pesar de la mascarada o de la impostura que lo clasifica con relación a comportamientos típicos, nada asegura, ninguna escritura, el lazo a su sexo. Constituye una “parodia” performativa, para retomar el término de Judith Butler, más o menos adaptado. Pero en el fondo lo que la experiencia del análisis pone en evidencia es que los sujetos no saben cómo comportarse en cuanto hombres o mujeres, y que en el fondo simulan, de un modo más o menos adaptado, con un éxito siempre discutible. Y son los sujetos mismos quienes primero lo admiten. De golpe la “parodia” que Judith Butler alentaba en Gender trouble es, de hecho, de estructura lo que la llevaba a saludar el texto de Joan Rivière “La feminidad como mascarada”, por su evidencia según la cual la feminidad es siempre una cuestión de semblante, tanto como la masculinidad de hecho.

El encuentro con un partenaire no asigna a un sujeto a un sexo cualquiera: puede incluso abrir una verdadera interrogación alrededor de lo que es ser asignado a un rol sexual o de género. Toda sospecha de esencialismo con respecto al psicoanálisis colapsa pues ante esta imposibilidad de escritura a la relación sexual. Pero como lo hemos señalado aquí arriba esta no se inscribe más en una performatividad que se declinaría completamente en el semblante o la parodia, cómo lo abordaba Butler en su primera gran obra. Hay un real en la manera de habitar el sexo para cada ser hablante que impide que trate a su cuerpo sexuado como susceptible de estar sometido a la plasticidad de las transformaciones que podría infligirle. Si el sujeto travesti puede buscar suscitar intriga en cuanto al uso o no de órgano fálico, el sujeto trans (sexual o transgénero) responde más bien a las exigencias del goce y a la certeza de su pertenencia a un sexo o al otro, o aún a su no pertenencia a ningún sexo existente cuando se trata de la no– definición (non specified sex). En ese único caso se podría decir que el sujeto parece responder a esa imposibilidad de escritura de la no relación sexual por una excepción, pues parece encarnar la posibilidad de encontrar una escritura para ello en la estructura. El carácter de la proposición universal parece aquí desdibujarse y encontrar a través de un forzamiento que la toma de hormonas y el recurso a la cirugía permite, una suspensión de la premisa universal. Cuando escribimos “forzamiento” aquí, seguimos el análisis tan preciso de una Beatriz Preciado en el testimonio que constituye Testojunkie en el rechazo del autor de corresponder precisamente a lo que la Ciencia y la Ley permiten hoy como alienación a la clase “transexual”, determinado por lo que ella llama el régimen fármacopornográfico y legal, que denuncia en su obra. Revertir el argumento de la alienación para separarse de él no exime al sujeto el deber pasar por los protocolos hormonales, quirúrgicos y legales para una re–asignación del género.

La influencia de Michel Foucault: ¿Placer o goce?

En sus trabajos, Tim Dean pone en valor lo que él llama “el error inducido por Michel Foucault” el cual concierne a la orientación que han tomado los principales textos de los autores de gender studies. ¿En qué consiste este error? En haber puesto el acento en el placer a partir de Historia de la sexualidad en perjuicio del goce, como lo entiende Lacan, es decir como un ilimitado que supera el límite que el Principio de Placer le impone al deseo. El placer o los placeres, tal y como Foucault lo aborda a partir del término aphrodisia en la Antigüedad, suponen una armonía que abre a una posición hedonista que deja entrever la posibilidad de conciliar al sujeto con la tensión que supone el deseo. Esta temática ha sido largamente abordada por Freud en sus escritos, desde el “Proyecto...” hasta “Más allá del principio de placer”, con la proyección que el giro de los años ‘20 produjo a partir de la introducción de la Pulsión de Muerte hacia el postulado de un “Malestar en la cultura” irreductible, propio a la experiencia del ser hablante y a su manera de habitar el lenguaje. Lo abordado por Foucault se sitúa para Dean más allá de esta zona que la Compulsión a la repetición y Thanatos instituyen, verificando de este modo como lo hace Lacan que el placer constituye una barrera contra el goce. En su teorización Foucault no cruzaría esa barrera, asignándose a explorar transformaciones históricas discursivas a las cuales fue sometida la aphrodisia antigua. En ese abordaje no hay negatividad aún en el interior mismo de la concepción de placer, puesto que es posible, dejando de lado a Foucault todo aquello que puede escapar al principio de Placer: el Inconsciente y la Pulsión de muerte en particular. Pero tampoco hay, en el devenir histórico de la noción de placer, en el abordaje foucaultiano, corte en el que experiencias de placer podrían verse extinguidas y no retomadas por experiencias posteriores: pensemos en ese meteoro que fue el amor cortés, por ejemplo. Nada sucedió a esa práctica histórica y geográficamente localizada. O aún en el movimiento de las Preciosas, aún si se trataba principalmente de una experiencia del habla interesada en la sexualidad.

Son las transformaciones discursivas las que captan el interés de Foucault, probablemente, como lo subraya Dean, porque permiten seguir las mutaciones que al nivel del poder permiten ejercer. Resulta ciertamente picante que durante los mismos años ‘70 en los cuales Lacan articulaba en sus seminarios la relación compleja del ser hablante con el goce, Foucault inauguraba esa vasta obra que se convertiría en la Historia de la sexualidad en sus cursos en el Collège de France, enfatizando casi exclusivamente en el uso de los placeres. Hay que señalar también, como lo hace con sutileza Dean, que la Voluntad de saber, subtítulo del primer tomo, sitúa de entrada el problema de la sexualidad en el terreno del saber en una relación epistemofílica en la que se podría acceder, in fine, a un saber acerca de la sexualidad. Lo que no es falso en sí: desde Freud el psicoanálisis está dedicado también a este saber, pero con el bemol fundamental que la relación con lo sexual está para Lacan inscripta en el registro de lo real, y en cuanto tal, marcada con un imposible saber, incluso de un rechazo al saber. La pequeña agradable historia de Gribouilli, retomada por Lacan, no hace más que ilustrarlo del modo más claro: no hay saber sobre lo sexual, ni aprendizaje alguno del cual uno pueda alardear.

Esta posición vehiculiza sin embargo una utopía, y es esta utopía la que habría sido retomada por los autores queer según Dean: la utopía de una buena relación con lo sexual que la noción de placer vectorializa. Una reconciliación con lo real del goce representado por la sexualidad, reducida por Foucault a la noción de placer. ¿En qué se apoya esta utopía? Ciertamente en un ideal de un buen goce, no lejos de lo que vehiculizaban los autores freudo–marxistas (H. Marcuse, W, Reich, E. Fromm) que Lacan satiriza en Televisión en su respuesta a Jacques Alain Miller que le pregunta: “hay un rumor que corre: si se goza mal, es que hay represión sobre el sexo y es culpa primero, de la familia, segundo de la sociedad, y particularmente del capitalismo. La pregunta es pertinente”[6]. Lejos de Marx y de los filósofos marxistas, Foucault se interesará por las formas que el Poder tomó a través de la sexualidad no para intentar cambiar la sociedad, sino para rastrear la arqueología de los dispositivos del saber–poder. La reducción de su interés a la noción de placer habría inducido, según Dean, los autores de gender studies nutridos con la French theory, a asimilar esos dispositivos a dispositivos represivos y alienantes de los cuales habría que deshacerse, interesándose en la alienación particular que el género y el sexo produjeron como normas que imponían sus dispositivos a lo largo de la historia de Occidente. Esta utopía además sugiere que podríamos librarnos revirtiendo la norma sin darnos cuenta que procediendo de ese modo se caería… en una nueva norma que dicta: ¡a cada quien su forma de placer y la identidad que la acompañará! Nuevas identidades para subvertir las antiguas, las “heteronormativas” pero sin advertir que permanecemos aún en el terreno de las “identidades” y pues en el terreno de la segregación. A partir de la entrada en el terreno identitario se convocan formas más o menos sutiles de segregación: ¿puesto que por qué motivo ciertas identidades tendrían más valor que otras? La carrera exponencial por nuevas identidades, creadas a partir de prácticas sexuales que subvertirían en el encuentro normativo entre un hombre y una mujer, obliga necesariamente a un reconocimiento y a una nueva consideración. Lo que en sí no sería un problema si este reconocimiento no se hiciera en perjuicio de otras identidades, aunque más no fuera de la antigua identidad heterosexual.

El error señalado por Dean en Foucault concierne también otra forma de reconciliación vehiculada por el recorrido identitario en sí mismo: se puede uno llamar “butch” o bien “leather” en la medida en que la práctica y el estilo de vida (Lifestyle) permiten promover una nueva identidad a partir de una práctica sexual. Pero esa identidad refuerza la dimensión de alienación, pues permite no solamente fundar grupos de pares que comparten la misma práctica, lo que no es malo en sí, pero refuerza la identificación del sujeto consigo mismo, con su identidad pues, a partir del reconocimiento como “butch”, etc. Habría que señalar aquí que este análisis procede de hecho en un sentido estrictamente inverso: al llevar a hablar a un sujeto, se lo invita a revisar sus identificaciones y su alienación al Otro que lo determina, para separarse de ella. El análisis no busca reforzar la identidad sexuada o de género del sujeto: es aceptada si está presente, pero el psicoanálisis no busca reforzarla o restituirla en esa identidad, contrariamente a las prácticas e identidades queer. En esto, un análisis no propone quebrar el espejo que permite a un sujeto reconocerse tal como es, pero lo lleva más bien a dar una vuelta del otro lado del espejo, del lado del goce que da consistencia a la imagen que el sujeto reconoce en ese espejo. Este argumento alcanza, en nuestra opinión, para eliminar las críticas dirigidas al psicoanálisis según las cuales mantiene y se hace garante del orden heteronormativo, por el hecho de preservar la diferencia sexual, la DS como decía con ironía Derrida. De hecho Lacan hablaba de lo que llamamos con Jacques Alain Miller en su Ultimísima enseñanza de “hombres” y de “mujeres” pero estos términos se habían convertido en su enseñanza nombres de goce particulares, inscriptos en lo Universal que el significante fálico representa, o del lado de lo ilimitado del goce que escapa a la captura fálica y del habla. Pero Lacan ya no habla en esos años ‘70 de la diferencia sexual en tanto tal, y habría que decir que la perspectiva del sinthome presente en esta enseñanza borra de algún modo la fijación de la diferencia sexual, que se inscribe en el registro simbólico. Encuentra su lugar en el anudamiento de lo Real, de lo Simbólico y de lo Imaginario en tanto significante fálico, pero el registro simbólico ya no tiene ninguna primacía particular sobre los otros dos. En consecuencia, sin borrarse realmente, la diferencia sexual es relegada a un segundo plano en relación a los arreglos que el ser hablante hace con el goce, encontrando el lugar en el anudamiento que permite el sinthome. Pero hay que recordar que al nivel del goce, no hay realmente una diferencia que se sostenga en alguna premisa simbólica que atribuya un órgano allí donde se aperciba una falta.

No es seguro que este apoyo en el principio de placer y esta promoción identitaria a partir de modos de goce sexual no conduzcan a ciertas teorías queer a adoptar una posición ideológica, o aún a acordar al placer un lugar predominante en el funcionamiento del psiquismo que conduce al hedonismo como perspectiva que excluye todo lo que concierne el terreno de la Pulsión de Muerte y de lo negativo que ello incluye. Si en la continuidad de Tim Dean hablamos de posición utópica es precisamente porque las lecturas de la obra de Foucault que hacen los teóricos queer los conduce a creer que alcanzaría con eliminar las barreras externas de la satisfacción sexual para que esta logre emanciparse, desconociendo completamente la imposibilidad real del deseo (y ya no la del placer) para acceder a su cumplimiento y por lo demás, ignorando las perturbaciones que Thanatos inflige a la obtención misma del placer. En el fondo, podemos deducir de esta propuesta, que sólo la consideración del goce impide todo saber de caer en la ideología, puesto que en relación al goce es imposible profesar. Cuando está capturada por el significado fálico, puede encontrar en un significante su representante, pero del verdadero goce que es el goce del Otro, el goce femenino que escapa al Falo, no tiene significante que lo controle.

“El concepto lacaniano de goce podría ser extremadamente útil al análisis queer” constata Tim Dean[7] haciendo cuentas sobre el balance en cuanto a la cantidad de teóricos queer norteamericanos han sido inducidos al error por la definición foucaultiana de placer. Y agrega: “el único modo de luchar eficazmente contra la ingenuidad de los discursos políticos y culturales en materia de sexo consistiría en reformular esos mismos discursos desde el punto de vista del psicoanálisis”. ¡Hermoso llamado, al cual ningún psicoanalista se opondría! Si es difícil de hacer interesar a los políticos de la formalización de los discursos a los cuales procede Lacan, vemos por el contrario el modo en el que las reivindicaciones sociales y políticas de las culturas queer podrían encontrar en los conceptos del psicoanálisis apoyos para mejor iluminar sus demandas. Si la reivindicación identitaria se hace en nombre de un significante amo que busca hacerse oír en el concierto de la carrera generalizada del reconocimiento, la potencia de la llegada es mucho más limitada que asumiendo completamente la dimensión radical e irreductiblemente Otra de la queerness y, del mismo modo que los artistas, no se reclama ninguna otra identidad que no sea aquella surgida del arreglo propio de uno consigo mismo, y de su producto, única verdadera diferencia para hacer reconocer al Otro social; Otro social, hay que recordarlo de hecho, en descomposición acelerada. Este recorrido inspirado en el de los artistas se apoya no en la particularidad del goce sexual erigida en significante amo, sino en una identidad sintomal[8] y supone una verdadera subversión de todas las demás identidades que buscan hacerse oír hoy, porque está basada sobre lo que ser hablante llega a realizar con el vacío real que lo habita.

 

Traducción: Philippe Fultot.

 
Notas
  1. Berger, A.E., Le Grande théâtre du genre; sexualité et féminisme en Amérique, Belin, Paris.
  2. Rubin, G., “The traffic in women”. The Gayle Rubin reader.
  3. Freud, S., Trois Essais pour une théorie sexuelle (1905), trad. Ph. Koeppel, Paris, Gallimard, 1987. Coll. Folio, p. 54.
  4. Dean, T., Lacan et la théorie queer, Cliniques méditerranéennes, 2006/2 (n°74), p. 61-74.
  5. Lacan, J., Ecrits, Seuil, Paris, 1966, p. 642
  6. Lacan, J., Autres Ecrits, Seuil, Paris, 2001, p. 529.
  7. Dean, T. Op. cit. P. 77.
  8. Término introducido por J.–A. Miller en su curso El ultimísimo Lacan. 14 de marzo de 2008. Publicado en “La causa del deseo”, N° 92.
 
 
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