Última edición Staff Links Contacto Instituto Clínico de Buenos Aires Seguinos en FacebookSeguinos en Facebook
Consecuencias
 
Edición N° 24
 
Octubre 2020 | #24 | Índice
 
Concepción freudiana del odio [1]
Por Héctor Gallo
 
Héctor Gallo

Introducción

El odio es un sentimiento que evoca aversión y se dirige originariamente a lo que molesta y causa displacer por sentirlo ajeno y extraño, así fuera propio. Lo que no encaja o no entra en correspondencia con el modo de ser, de pensar y de sentir, es algo que intranquiliza y por eso el yo quisiera ponerlo fuera, apartarlo del campo de la percepción y la proximidad. El yo odia y desprecia tanto eso del otro como de sí mismo que lo disgusta, oprime, amedrenta, desapacigua, irrita, apena, rebaja, descontrola, ensucia e indigna.

Los elementos subjetivos anotados, tienen en común que perturban el control de sí, tan importante para el yo. El yo ama lo que del mundo exterior e interior lo regocija, expande, engrandece, enaltece y le resulta amistoso. Al yo no le gusta nada que le cause desconfianza, que lo angustie y haga sufrir. Atrae hacia sí lo familiar, lo que calma sus dudas, eso que no lo hiere, no lo acosa, ni lo pone en riesgo. Cuanto le produce al yo miedo, dolor o le exige esfuerzo, busca ponerlo fuera. Al yo le gusta la vida buena, la quietud, se inscribe fácilmente en la ley del menor esfuerzo, le encanta perder el tiempo, no asumir responsabilidades, hacerse el sufrido y encontrar quien haga por él las cosas que le corresponden, pues de este modo no tendrá que hacerse cargo del deseo y del dolor de existir.

Dice Freud que así como lo amado del mundo exterior por el yo es el objeto que lo satisface, tampoco hay que desechar “que también el sentido originario del odiar signifique la relación hacia el mundo hostil, proveedor de estímulos”[2]. En los seres hablantes la relación entre las pasiones de amor y de odio es compleja, “tienen orígenes diversos, y cada uno ha recorrido su propio desarrollo antes que se constituyeran como opuestos bajo la influencia de la relación placer-displacer”[3].

Allí donde hay vínculo entre seres hablantes, es inevitable encontrarse con formas variadas y desiguales de amar y de odiar. Amar implica querer acercar el objeto para protegerlo, atenderlo y cuidarlo, pero también hay formas de amar tan pasionales y locas, que consisten en querer acercar tanto el objeto, que este se siente ahogado, asediado y devorado. Ser devorado es una “modalidad del amor compatible con la supresión de la existencia del objeto como algo separado, y que por tanto puede denominarse ambivalente”[4]. Esta forma de amar, Freud la asocia con un goce oral que implica la incorporación, el asedio, no perder al otro de vista, prácticamente seguirlo a donde va y controlarle todos sus movimientos, como si se tratara de alguien que tiene restringido el desplazamiento.

Otra forma de amar tiene que ver con el goce sádico-anal, que implica pretender alcanzar el objeto “bajo la forma del esfuerzo de apoderamiento, […]”[5]. Este amor tiene la particularidad de no contar con el asentimiento del otro, motivo por el cual es un amor que se vuelve violento y al mismo le “resulta indiferente el daño o la aniquilación del objeto”[6]. Aquí amor y odio se vuelven íntimos, parecen indiferenciados e inexistentes el uno sin el otro.

Nacimiento del odio y el amor

La pasión del odio está presente desde el comienzo de la vida, surge en las relaciones humanas y no tiene género, pues no se odia más o se odia menos por el hecho de ser hombre o ser mujer. Se presenta entre seres del mismo sexo y de sexo contrario, y los escenarios sociales más propicios para ponerse en escena son aquellos en donde se presentan las diferencias. En principio, el llamado por Freud yo-placer purificado emplea la indiferencia como forma de tratar con lo externo perturbador. La indiferencia del niño es considerada por Freud precursora del odio y la aversión, pero después se subordina a estas dos pasiones.

Para Freud lo que es “exterior, el objeto, lo odiado, habrían sido idénticos al principio. Y si más tarde el objeto se revela como fuente de placer, entonces es amado, pero también incorporado al yo, de suerte que para el yo-placer purificado el objeto coincide nuevamente con lo ajeno y lo odiado”[7]. Por yo placer purificado entiéndase el modo como el yo se constituye y se conduce primariamente en su relación con el mundo: vuelve parte de sí como mundo interior lo placiente, el pecho materno, por ejemplo, y se aparta, colocando de por medio la indiferencia de los objetos externos, que han de continuar haciendo parte de lo ajeno y perturbador.

El yo del niño solo quiere tener cerca de sí cuanto lo beneficia, pues es egoísta, le gusta la utilidad inmediata, prefiere evitar lo que implica esfuerzo y causa tensiones, de ahí que sea más amigo del desconocimiento y la ignorancia que del saber. Nada que exija disciplina, tesón, constancia y dedicación le gusta al yo. En principio ama lo que le complace y lo opuesto a este amor es la indiferencia. Esta polaridad amor-indiferencia, refleja otra: yo-mundo exterior.

Siguiendo la lógica anotada, viene después la segunda oposición: amor-odio, que “reproduce la polaridad placer-displacer, enlazada con la primera”[8]. Freud introduce una lógica de las polaridades, en donde el odio y el amor en relación con el objeto, están siempre presentes. Del lado del amor estará el acercamiento, la incorporación, la atracción, y del lado del odio el alejamiento, la distancia, la huida y la repulsión. Todo cuanto resulte acosador e invasor es odiado.

“El yo odia, aborrece y persigue con fines destructivos a todos los objetos que se constituyan para él en fuente de sensaciones displacenteras, indiferentemente de que le signifiquen una frustración de la satisfacción sexual o de la satisfacción de necesidades de conservación”[9]. Por su parte, el significante amar se instala “en la esfera del puro vinculo de placer del yo con el objeto, y se fija en definitiva en los objetos sexuales en sentido estricto, y en aquellos objetos que satisfacen las necesidades de las pulsiones sexuales sublimadas”[10].

El objeto sexual se ama mientras responda con las expectativas centradas en él, de lo contrario será fácil odiarlo. Hay ocasiones en que el odio puede llegar a acrecentarse tanto, que pasa a convertirse en una intensa “inclinación a agredir al objeto, con el propósito de aniquilarlo”[11]. Contrariamente, Freud observa una tendencia motriz que quiere atraer hacía si los objetos amables con el fin de volverlos cada vez más íntimos.

Pero cuando no hay correspondencia, la tendencia evocada, que en si misma nada tiene de cuestionable, se vuelve ilegítima e incluso delictiva, pues se convierte en violencia sexual. En los casos en que es una mujer la involucrada en esta modalidad ilegitima de acercamiento, por ejemplo por parte de un hombre o de otra mujer, ello puede traer consigo una mezcla de rechazo airado y amargura, acompañado de un movimiento destinado a poner distancia, cuestión que de nuevo pone en escena “el intento originario del yo de huida frente al mundo exterior emisor de estímulos”[12].

El deseo de huir y el rechazo de todo aquello que es hecho parte del mundo exterior emisor de estímulos que provocan displacer, es común que se presente en múltiples ocasiones y en cualquier edad de la vida. Un niño de seis años a quien llamaré V, después de cierto tiempo de estar caminando por el campo en medio de un día muy soleado, de un momento a otro empezó a maldecir en voz alta el calor que el sol nos brinda: “odio este sol que me impide estar fresco, ojalá se oscureciera y no volviera a salir jamás porque ya no lo soporto más”. “También odio a la naturaleza porque me molestan sus bichos y no me importa el aire que nos brinda para respirar, pues tengo mis pulmones. Si en otro momento llegara a experimentar frio, también lo odiaría y esta vez añoraría el sol que en otro momento quiso apagar.

Ese día el niño citado estaba de mal humor, así que como se sentía incómodo con el sol que abusaba de él porque le quitaba la frescura que anhelaba y con los bichos que lo picaron, esto basto para que diera verbalmente rienda suelta a su odio. La palabra odio pronunciada en vos alta por el niño para que fuera oída, se produjo cuando su yo percibió que el sol ni los bichos se ajustaban a lo que en ese momento quería: estar fresco y viendo celular.

Todo cuanto atente contra la comodidad del yo, contra su pretendida libertad y autonomía, rápidamente será odiado. Se odia por ser violencia sexista, por ejemplo, una mirada calificada de morbosa por parte de un hombre a una mujer, cierta forma tendenciosa de tomarle la mano, un piropo que se escuche como injuria, pasarle la mano por la cintura, tocar la pierna o cualquier otra parte del cuerpo sin el debido asentimiento.

Está justificado que este modo de ser y de actuar por parte de un hombre con una mujer sea odiado, pero se ha de tener en cuenta también, caso por caso, por ejemplo, en la escucha de las denuncias de acoso sexual, que los modelos originarios del odio por parte del yo no provienen en el ser humano de la vida sexual, sino de su intolerancia con todo aquello que le cause la más mínima molestia. En esta dirección, Freud anota que el odio es el encardado de marcarle el camino “a la pulsión de destrucción”[13] y además acompaña el amor con inesperada regularidad.

El odio acompañante del amor: acerca del destino

El odio no solo puede acompañar el amor (ambivalencia) en los vínculos entre los seres humanos, sino que también en diversas circunstancias, “se muda en amor y el amor en odio”[14]. Al respecto Freud hace un señalamiento que vale la pena rescatar: que si esta mudanza de amor en odio y de odio en amor, “es algo más que una mera sucesión en el tiempo, vale decir un relevo, entonces evidentemente carece de sustento un distingo tan radical como el que media entre pulsiones eróticas y de muerte […]”[15].

Freud, a propósito de Edipo rey, señala que su “destino nos conmueve únicamente porque podría haber sido el nuestro, porque antes de que naciéramos el oráculo fulminó sobre nosotros esa misma maldición. Quizás a todos nos estuvo deparado dirigir la primera moción sexual hacia la madre y el primer odio y deseo violento hacia el padre; […]”.[16]

Se odia originariamente a aquel con quien hay que competir por el objeto del deseo, competencia que es el motivo primordial de enemistad entre los seres hablantes. La competencia celosa es estructural y cala tan profundamente a nivel psíquico, que, si al competidor le llegara a suceder algo, por muy amado que pueda ser a nivel de la consciencia, habrá alegría del lado del inconsciente, ya que de este modo el camino queda libre. Como también el odio puede darse contra sí mismo, aquellos seres humanos que trabajan para destruir su vida porque se consideran indignos de existir o han concluido que se sienten cansados de vivir o, como suelen decirlo, de estar aquí, odian de sí algo que no saben que es y se convierten en criminales de sí mismos en el plano de su ser, cometiendo actos que los lleve al fracaso.

El odio posee una fuerza psíquica mucho mayor de lo que suponemos y hay seres en quienes se puede tornar inconmovible. Freud encuentra como algo típico de la neurosis obsesiva, no tanto que el odio sea inconmovible, tal como sucede, por ejemplo, en algunos criminales seriales de mujeres, pero si la exigencia intima de desarrollar una hipermoral, como forma de “defender su amor de objeto contra la hostilidad que tras ese amor acecha, […]”[17].

La diferencia entre un criminal imaginario, como lo es el neurótico obsesivo, con el criminal que no se contenta con acosar o violar a una mujer, sino que se impone así mismo aniquilarla, consiste en que en este la aptitud para la génesis de la moral no se funda en el odio, tal como si parece suceder con los demás seres humanos. Freud introduce en este punto la siguiente hipótesis: que si la moral ha de empezar a originarse como dique social desde muy temprana edad, y además la educación ha de trabajar persistentemente para que dicha moral se desarrolle en el niño como soporte de la abstención transgresora que impone la prohibición, ello se debe a que es “el odio, en la serie del desarrollo, el precursor del amor”[18]. “[…] el odio, y no el amor, sería el vínculo primario de sentimiento entre los seres humanos”[19].

Si bien al odio lo puede sujetar el amor, no logra cancelarlo, extinguirlo de forma definitiva, pues las fuentes psíquicas que lo alimentan nunca mueren. Si el odio proviene de la competencia por el objeto y a esta se agregan las ventajas que pueden obtenerse, por ejemplo, con la desaparición de alguien que sea un obstáculo en la consecución de un objeto que se codicia, ha de suponerse que, en general, el odio se conecta con una fuente, con una ocasión que pervive en el inconsciente sin ningún desgaste, “de suerte que ello lo vuelve indestructible”.[20]

El amor a la madre, que es el primer objeto del deseo del niño y a la vez el Otro de quien él desea ser deseado originariamente, es el modelo de la competencia por el objeto y de este modo se convierte en el alimento continuo del odio contra quien ocupe el lugar de rival o perturbador, sin importar si también es un ser-objeto de un amor intenso, tal como sucede con el padre. Este odio se reactiva en la vida cada vez que se presente una situación análoga.

Un amor no correspondido, “se traspone fácilmente en parte en odio, y por los poetas nos enteramos de que en estadios tormentosos del enamoramiento ambos sentimientos opuestos pueden existir uno frente al otro durante un tiempo, como en competencia”[21]. En los casos en que coexisten crónicamente el amor y el odio dirigidos a un mismo objeto, “ambos sentimientos en su intensidad máxima nos causan asombro”[22], pues se espera que allí donde hay un gran amor el odio quede vencido o sea consumido.

Allí donde el amor no logra extinguir el odio, sino solo reprimirlo, este puede conservarse y aun crecer, provocando dudas con respeto al amor experimentado por el otro y con ello inhibiendo su libre expresión. “Bajo estas circunstancias, el amor consciente suele hincharse por vía de reacción hasta alcanzar una intensidad particularmente elevada, a fin de estar a la altura del trabajo que se le impone de una manera constante: retener en la represión a su adversario”.[23] Siguiendo esta lógica freudiana, en la neurosis obsesiva, el amor intenso hacia el otro “es la condición del odio reprimido”[24]. Pero cuando el amor no logra inhibir el odio reprimido o cuando este vence sobre el amor, hay más posibilidades de violencia pasional en una relación, sea de pareja o de otra índole, persistencia de hostilidad que afecta la convivencia, intolerancia, acoso, maltrato físico y psíquico.

Es común que en análisis los neuróticos obsesivos se refieran a temores e impulsos referidos a agredir, por ejemplo, no solo a los padres sino también a sus hermanos o hijos pequeños e incluso así mismos, cuestión que los asombra, agita y altera profundamente, pues están totalmente seguros que la muerte de sus seres queridos “nunca puede haber sido objeto de su deseo, siempre fue un temor”[25]. En este sentido, lo que se teme es también lo que más se desea.

Crítica de la ambivalencia

Freud señala que cuando se trata de seres indiferentes, sin duda le ha de resultar más fácil al sujeto obsesivo “mantener en coexistencia los motivos para una simpatía moderada y una antipatía también regular, […]”[26]. En cuanto a la especial sensibilidad observable en los seres hablantes a la aversión y la repulsa a extraños con quienes se tiene trato, Freud la explica en “Psicología de masas y análisis del yo”, como “la expresión de un amor de sí”, denominado narcisismo. O sea que el narcisismo es para Freud en 1921 uno de los soportes subjetivos del odio y en tal sentido presta su servicio a la agresividad. En esta época llama sentimiento de ambivalencia al hecho de que la agresividad apunte a personas a las que se ama y lo explica “por las múltiples ocasiones en que unos vínculos tan íntimos proporcionan justamente a los conflictos de intereses”.[27]

En 1920, en “Más allá del principio del placer”, Freud ha indicado que allí donde “el sadismo originario no ha experimentado ningún atemperamiento ni fusión (Verschmelzung), queda establecida la conocida ambivalencia amor-odio de la vida amorosa”[28]. Antes había señalado que la ambivalencia afectiva “es uno de los caracteres más frecuentes, más declarados y por eso probablemente más sustantivos de la neurosis obsesiva”[29]. Freud le imputa al sentimiento de ambivalencia la parálisis parcial de la voluntad que atribuye a la obsesión, la parálisis de la decisión en donde “el amor deba ser el motivo pulsionante”[30]. En esta neurosis un “enamoramiento incipiente es percibido con frecuencia como odio. Que un amor al que se deniega satisfacción se transpone fácilmente en parte en odio, […]”[31].

Cuando la coexistencia de amor y de odio hacia la misma persona resulta crónica y se presenta con máxima intensidad, dice Freud que “nos causa asombro. Habríamos esperado que desde mucho tiempo atrás el gran amor venciera al odio, o fuera consumido por este”[32]. En los casos en que el amor fracasa en la tarea de extinguir el odio y apenas logra mantenerlo inconsciente; queda “protegido del influjo de la consciencia que quisiera cancelarlo, es capaz de conservarse y aún de crecer”[33]. Es entonces necesario que el amor consciente por el objeto se infle suficientemente “hasta alcanzar una intensidad particularmente elevada a fin de estar a la altura del trabajo que se le impone de una manera constante: retener en la represión a su adversario”[34].

El razonamiento freudiano nos ha conducido hasta la ambivalencia, término que a juicio de Lacan se convirtió en un disparate, pues pasó a ser usado por los psicoanalistas a diestra y siniestra, hasta volverlo inútil como concepto[35]. El uso de la palabra ambivalencia se volvió familiar en los ámbitos psicológicos, cada vez que se hace referencia a un orden de emociones y de sentimientos, que a pesar de ser opuestos se presentan de un modo simultaneo en la relación con un objeto, una acción, una elección o cuando se produce el encuentro con algo molesto, pero a la vez también atractivo.

Lacan muestra su desacuerdo con el uso del término ambivalencia en el discurso psicoanalítico, pues lo considera mal formado desde el punto de vista conceptual. Considera que no alcanza a nombrar adecuadamente lo que define el vínculo entre amor y odio en las relaciones de los seres hablantes con el objeto. Lacan propone sustituir el término ambivalencia por el de odioenamoramiento, y al respecto Laurent anota que la ambivalencia no es una categoría freudiana, sino que la toma “de lo que Bleuler llamó ambivalencia en la esquizofrenia”[36]. Es porque la ambivalencia pone “en el mismo plano el amor y el odio”, que nos conduce a “la vieja historia de que cuando se ama, se odia también un poquito y que cuando detestamos amamos también”[37].

En conclusión, si la ambivalencia denota que cuando se ama de un lado se odia del otro, su valor explicativo es flojo, pues implica quedarse en el medio, posición que evoca la mediocridad. A juicio de Laurent, “cuando se ama, se ama y cuando se odia, se odia”[38]. O sea que a este nivel no hay punto medio, o es lo uno o es lo otro. “Lacan incluso consideraba esto como una prueba, obtener en el final de un análisis que el sujeto supiese si ama o si odia al objeto. Se trata de que pueda saberlo, que pueda determinarlo y que sepa también pagar el precio que implica su decisión, su elección”[39].

Que la ambivalencia evoque falta de decisión y de elección, justifica que Freud la emplee sobre todo en la obsesión, en donde la dificultad de decidir, de elegir y volver acto un deseo, es tan difícil. A juicio de Miller, el valor que tiene la invención de la palabra odioenamoramiento allí donde tradicionalmente los psicoanalistas han empleado, como dice Lacan, “el termino, bastardo, de ambivalencia”[40], consiste en que “viene a temperar el elogio de la transferencia negativa, o, al menos, hace valer que detrás del odio o más allá del odio existe, en última instancia, una transferencia positiva”[41].

Con el odioenamoramiento no se evoca la simultaneidad del amor y el odio, sino que la experiencia analítica “nos incita a recordar que no se conoce amor sin odio”[42]. O sea que el odioenamoramiento no remite, como si sucede con la noción de ambivalencia, a la coexistencia del amor y el odio con respecto al mismo objeto y tampoco indica que allí donde la pasión del amor domina conscientemente, el odio empuja por emerger desde el inconsciente reprimido. Con el odioenamoramiento se enfatiza en la dimensión pasional del ámbito transferencial del análisis, experiencia en la que se propicia saber tanto del amor como del odio.

Concluyamos diciendo que Lacan solo considera adecuado el empleo del término de ambivalencia en dos sentidos que son complementarios entre sí:

1. Cuando se trata de una relación sujeto-objeto “que no solo es directa y sin ninguna hiancia, sino que es literalmente equivalencia del uno al otro”[43]. O sea que la simultaneidad del amor y del odio no es posible sino allí en donde se da una “relación de reciprocidad entre el sujeto y el objeto, que merece el nombre de relación en espejo”[44]. O sea que la ambivalencia se da cuando el sujeto identifica al objeto de amor con su propia imagen.

2. Cuando se trata de las relaciones pregenitales, que al igual que las relaciones especulares también se sostienen directamente: “ver-ser visto, atacar-ser atacado, pasivo-activo. Lo propio de estas relaciones es que implican para el sujeto, “de forma más o menos implícita, más o menos manifiesta, su identificación con el partenaire”[45]. O sea que allí donde las relaciones del sujeto con el objeto se definen por su reciprocidad, es válido hablar “de una ambivalencia entre la posición del sujeto y la del partenaire”[46].

Se deduce que la simultaneidad amor-odio, no es propia de la relación del sujeto cuando “se dirige a la falta que hay en el objeto”[47], sino de relaciones como las “del estadio oral y del estadio anal con sus subdivisiones fálica, sádica, etc.- […]”[48]. Estas relaciones si están “todas ellas marcadas por un elemento de ambivalencia que hace que la propia posición del sujeto participe de la posición del otro, que el sujeto sea dos, que participe siempre de una situación dual imprescindible para una asunción de su posición”[49].

Queda claro que el empleo del término de ambivalencia se ajusta, sobretodo, a las relaciones propias de las primeras fases de la vida amorosa. El mismo Freud reconoce que no se trata de “una ley psicológica de validez universal”[50], y que no ha de suponerse que sea imposible “sentir gran amor por una persona sin que vaya aparejado un odio acaso de igual magnitud, o a la inversa” [51]. Lo común es que el odio y el amor se separen en la vida amorosa, para que el sujeto no tenga “que odiar a su objeto de amor ni amar también a su enemigo”[52].

En definitiva, la ambivalencia es un rasgo arcaico de la vida amorosa que denota oscilación, ambigüedad del sentimiento, bipolaridad, a la vez un sí y un no. Este rasgo puede llegar a conservarse en algunos sujetos en sus relaciones de objeto, por ejemplo, en la obsesión, donde Freud suele encontrar una especie de balanceo, de columpio, de variación que hace que el objeto pase del campo del odio al del amor y se produzca así en sus vínculos de objeto un “equilibrio de amor y odio […]”[53].

Allí donde el sujeto es dos, participará “siempre de una situación dual imprescindible para una asunción de su posición“[54]. Ambivalencia evoca entonces confusión: el odio puede ser amor y el amor odio, un sí puede ser también un no y al contrario; “lo que va en una dirección equivale a lo que va en la dirección exactamente contraria – en suma, todo lo que por desgracia, los analistas suelen calificar, para salir de apuros, de ambivalencia[55].

 
Notas
  1. Trabajo presentado en las primeras jornadas por zoom del Departamento de Psicoanálisis y Filosofía – Pensamiento contemporáneo, Afectos y Pasiones en la experiencia de lo real, viernes 30 de octubre 2020.
  2. Freud, S., “Las pulsiones y sus destinos”, Vol. XIV, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1976, p.131
  3. Ibíd., p. 132
  4. Ibíd., p. 133
  5. Ibíd., p. 133
  6. Ibíd., p. 133
  7. Ibíd., p 131
  8. Ibíd., p. 131
  9. Ibíd., p. 132
  10. Ibíd., p. 132
  11. Ibíd., p. 131
  12. Ibíd., p. 131
  13. Freud, S., “El yo y el ello”, en Obras completas, Vol. XIX, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1976, p. 43.
  14. Ibíd., p. 44
  15. Ibíd., p. 44
  16. Freud, S., La interpretación de los sueños, Vol. IV, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1976, p. 271
  17. Freud, S., “La predisposición a la neurosis obsesiva, Contribuciones al problema de la elección de neurosis”, (1913), Buenos Aires, Amorrortu editores, 1976, p. 345
  18. Ibíd., p. 345
  19. Ibíd., p. 345
  20. Freud, S., “A propósito de un caso de neurosis obsesiva”, Vol. X Amorrortu, Buenos Aires, 1976, p. 143
  21. Ibíd., p. 186
  22. Ibíd., p. 186
  23. Ibíd., p. 186
  24. Ibíd., p. 143
  25. Ibíd., p. 143
  26. Ibíd., p. 143
  27. Freud, S. “Psicología de las masas y análisis del yo” (1921), T. XVIII, Obras completas, Amorrortu editores, Buenos Aires, pp. 96-97
  28. Freud, S., “Más allá del principio del placer”, T. XVIII, Obras completas, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1976, p. 53
  29. Sigmund Freud, “A propósito…” Op. Cit., p. 187
  30. Ibíd., P. 188
  31. Ibíd., p. 186
  32. Ibíd., p. 186
  33. Ibíd., p. 186
  34. Ibíd., p. 186
  35. Freud en el siglo, 16 de mayo 1956
  36. Laurent, E., Los objetos de la pasión, Editorial Tres Haches, Buenos Aires, sin fecha de edición, pp. 47-48
  37. Ibíd., p.p. 47-48
  38. Ibíd., p. 48
  39. Ibíd., p. 48
  40. Lacan, L., Aun, Seminario 20, Buenos Aires, Paidós, cuarta reimpresión, 1998., p. 110
  41. Citado por Laurent, en, Ibíd., p. 48
  42. Lacan, J., Aun, Op. Cit., p. 110
  43. Lacan, J., La relación de objeto, Seminario 4, Buenos Aires, Paidós, 1994, p.17
  44. Ibíd., p. 17
  45. Ibíd., p. 17
  46. Ibíd., p. 17
  47. Ibíd., p. 167
  48. Ibíd., p. 64
  49. Ibíd., p. 64
  50. Freud, S., “La sexualidad femenina”, Vol. XXI, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 236
  51. Ibíd., p. 236
  52. Ibíd., p. 236
  53. Ibíd., p. 236
  54. Lacan, J., La relación de objeto…, Op. Cit.p. 64
  55. Ibíd., p. 168
 
 
Kilak | Diseño & Web
2008 - | Departamento de psicoanálisis y filosofía | CICBA