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Consecuencias
 
Edición N° 3
 
Septiembre 2009 | #3 | Índice
 
La vereda de enfrente
Mario Malaurie
 

No sabía con certeza si predominaba el sentimiento de justicia para con la Ciencia Médica o el oscuro regocijo de asestar un golpe demoledor y desquitarse de toda esa chatura a la que se sentía condenado.

Desde la ventana de su consultorio evaluaba cuanto sucedía allá abajo, ganado por un resentimiento gigantesco, mientras esperaba a que llegaran ellos para pasar a la acción. Recordó entonces el instante en que todo había comenzado. Una tarde saturada de tedio, vegetando a la espera de pacientes como un fósil congelado en el tiempo sin tiempo de una siesta perpetua. El desalojo de la salud entre las prioridades de la gente obligaba a tolerar los malestares del cuerpo aplazando consultas y remedios para momentos más propicios; primero comer.

Jugueteaba con la lapicera, dibujaba funerales de proyectos, fantasías de triunfos personales reducidos a polvo de guano por la contundencia de lo real, una especie de nada. Hibernaba en el freezer tórrido de aquel pueblo de La Pampa. Feto de frasco, rótula de un esqueleto didáctico, a la espera de los hechos en mora que todos los días quedaban sin suceder. Se movió inquieto. Cuando el cartel empezó a salir de la casa de enfrente, demasiado grande, como un huevo prismático a punto de ser parido, se pegó al vidrio con avidez: una mujer joven, de aspecto agradable, lo sacaba fatigosamente a la calle. Sin embargo fue cuando el armatoste giró, ya todo afuera, que un sopapo de estupor lo demudó: las letras coloradas de la palabra curandera se negaban a estructurarse, a cobrar sentido. Lo fue anegando un pantano de odio: allí mismo, frente a su santuario, su chapa, su título, una hembra usurpadora levantaba un templete profano donde se aprestaba a perpetrar los ritos de su charlatanería. Sola y aplicada como un insecto mecánico dispuesto a todo, aseguraba con alambre y tozudez aquella obscenidad.

En los días que siguieron, lo que hasta entonces había sido "la vereda de enfrente", fue adoptando los modos de una escenografía sacrílega; como un burdel abierto que derrama a la calle los vahos de su comercio, sostenía con la fuerza de su magia la mirada estupefacta del médico: a él, que con variada fortuna se había prestigiado a lo largo de treinta años en el ejercido de una profesión sobreinvestida, le tocaba ahora asistir a un arrebato inesperado. Desde su primer piso, levantaba un censo de aquel enjambre humano que vivaqueaba arracimándose en anillos de dragón chino. Cuando la parálisis dio lugar al cálculo, le bastaron unos pocos segundos para tomar el teléfono y disparar las instrucciones del caso.

Cruzaron la calle. A la cabeza del grupo, el médico remedaba un general civil convocado por objetivos sublimes. Con él, cohibidos y retrasados, el juez, un secretario, el comisario y los agentes de policía, se abrieron paso entre la gente. Irrumpieron en la salita donde ella, un pequeño escritorio y un hombre viejo, con el tórax descubierto, sentado sobre una camilla, los recibieron en silencio. No había pócimas, ni animales disecados, ni sahumerios. Cuando el médico, en atribución de todos los poderes, le impartió la orden de detención y le enumeró los cargos, ella lo miró con mansedumbre y dibujando un gesto breve le señaló uno de los cajones del escritorio. Él alargó la mano y lo abrió mecánicamente, aunque mientras lo hacía perdía impulso por un presagio en ciernes. Se sintió parado en la desembocadura de un hechizo a punto de ser cancelado. El rollo de cartulina blanca no llegó a ser desplegado del todo. Fue entonces cuando el fuego del bochorno lo abrasó por completo. Apenas un resto de energía que había quedado sin arder, le permitió balbucear una disculpa, dejar caer el pliego y girar buscando una salida.

Dibujos de Mario Malaurie

La vereda de enfrente La vereda de enfrente La vereda de enfrente
JL Devenir Hiancia
 
La vereda de enfrente
Dinamarca
 
 
 
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