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Consecuencias
 
Edición N° 4
 
Abril 2010 | #4 | Índice
 
Biopolítica: crítica de la normalidad humana
Fermin Adrian Rodriguez
 

"Así, entre el nazismo o las dictaduras de los años setenta en Latinoamérica y las democracias de mercado contemporáneas hay una continuidad inquietante."(...) " Se trata de hacer vivir dejando morir, en el sentido de que en la otra cara de lo que reconocemos como humano hay una vida desfigurada, producida como mero residuo o desecho, incluida en el orden socioeconómico dominante mediante su exclusión y precarización. Desde las imágenes que circulan por los medios, por ejemplo, el biopoder organiza y distribuye los rasgos que se identifican con lo humano, las vidas que valen y no valen la pena, las vidas que no merecen ser lloradas porque han sido separadas del campo de la humanidad por cortes biopolíticos sobre el continuum de la población.

 

La noción de biopolítica sirve para iluminar una franja opaca de experiencia, no cartografiada por la filosofía política clásica, donde la vida y lo viviente, la turbulenta e inestable materialidad del cuerpo biológico de la especie, se convierte en el blanco de una nueva forma de poder. Un poder que, en principio, produce la vida, trabajando en el umbral que separa y distribuye sobre el plano neutro de la población lo humano y lo inhumano, lo normal y lo anormal; la vida políticamente cualificada, inscripta en las redes cada vez más tenues de la protección social, y la vida desnuda, en estado de emergencia, abandonada a la indigencia y a la violencia soberana. Vacilando entre el hacer vivir y el dejar morir, entre la inclusión y la exclusión, hay un biopoder que comienza cuando el Estado renuncia a su derecho de ejercer el control porque prefiere dejar vegetando, en un espacio legal turbio y difuso, masas de indigentes, de enfermos, de desempleados, de minorías raciales, de inmigrantes indocumentados, de los presos y las víctimas de la violencia imperial.

¿Qué ocurre cuando la carne palpitante del hombre viviente; la vida que en desequilibrio permanente empuja desde la noche biológica del cuerpo y de la especie; la vida orgánica que hay que conservar, defender, intensificar, multiplicar, reproducir, prolongar artificialmente, pero también, en su reverso, explotar, eliminar, exterminar, precarizar, vaciar de humanidad, sube como una marea ciega hasta la superficie de un poder que comienza a intervenir disciplinaria y gubernamentalmente sobre aquello que en el mundo clásico estaba reservado a la esfera privada de la casa y la familia? Durante milenios, el pensamiento clásico separó la vida política de los ciudadanos de las actividades relacionadas con la conservación y reproducción de la vida: ser libre en la polis griega, explica Hanna Arendt, significaba no estar sometido a las necesidades vitales. Porque en el mundo de la polis, las necesidades (la alimentación, la salud, la supervivencia de la especie) caían en la esfera de la organización doméstico-privada –un ámbito pre político donde moraban las mujeres, los niños y los esclavos bajo el gobierno eficiente del cabeza de familia–. El hombre era entonces un aristotélico animal viviente, capaz de existencia política desde el momento que abandonaba el hogar y entraba en la esfera pública donde se gobierna y se legislan los asuntos públicos. Pero cuando el mundo de las necesidades básicas y de los intereses privados ingresa al ámbito de la política, el poder reacciona redefiniéndose como biopoder –un poder que amplía su campo de intervenciones y hunde sus mecanismos en el sustrato biológico del cuerpo ahora biopolítico de la sociedad–. La modernidad comienza con esta suerte de giro biopolítico por el que el hombre, según un análisis ya clásico de Michel Foucault en La voluntad de saber, pasa a ser el animal "en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente". Desde entonces, será cada vez más difícil distinguir entre vida natural y vida política. Gobernar será una cuestión de vida más que de muerte, de hacer vivir más que de hacer morir –vida como materia biopolítica intervenida y asistida por tecnologías de un gobierno que, más que al nivel de los derechos y las leyes, funciona al nivel macroeconómico del Estado y sus riquezas creando condiciones de vida para la población (demografía, seguridad social, planes sanitarios, políticas reproductivas, control de la inmigración).

¿Qué ocurre cuando el poder busca el bienestar más que la obediencia del sujeto de la ley? ¿Qué ocurre cuando los mecanismos de la soberanía quedan excedidos por un nuevo régimen de poder que, instrumentado por expertos gerenciadores y tecnócratas, se mete literalmente con –o, mejor, se mete en– la vida, tomando a su cargo cuestiones como la natalidad, la longevidad, la salud, la herencia biológica? ¿Qué ocurre cuando existe la posibilidad científica de transformar la vida; cuando en nombre de una vida que hay que defender y optimizar, fenómenos como el hambre, la enfermedad, las epidemias, los accidentes, la sexualidad, las condiciones de vida (hábitat, dieta, etc.), ingresan dentro de los cálculos de un poder que se fortalece al reforzar la vida? El poder se transforma, pero no a la manera de un darwinismo social, donde la naturaleza determina la política. Desde que la política impregna la vida, la naturaleza deja de ser "natural", desestabilizando toda definición permanente y ahistórica de naturaleza humana.

Que el bienestar, la prosperidad, las carencias y la riqueza de una sociedad sean preocupaciones que migran del espacio prepolítico de la casa, donde gobierna el padre de familia, al interior de la administración del Estado, ¿significa una estatización de la sociedad? ¿O, por el contrario, se trata de lo que Michel Foucault había comenzado a pensar en su enseñanza entre los años 1976 y 1979 como "gubernamentalización" del Estado –un Estado que no busca la obediencia de las personas jurídicas sino la gestión eficiente de la seguridad y el bienestar de una sociedad entendida como conjunto de seres vivos? Porque si la soberanía se juega en el campo de la obediencia y el sometimiento al orden de la ley, el gobierno de la vida y sobre la vida, interviene sobre un nivel de la realidad que queda afuera del ámbito de los derechos individuales, en el campo fluido e impersonal de la población.

Como el pasado se transforma permanentemente a la luz del presente y de sus luchas, conviene localizar el sitio de la excavación que, en 1975, emprendió Michel Foucault. Promediaban los años setenta y las políticas económicas del neoliberalismo, elaboradas después de la guerra por economistas alemanes y norteamericanos, comenzaban a colonizar, desde el Estado, la sociedad. En Vigilar y castigar (1975), Michel Foucault venía de mostrar el funcionamiento de un poder disciplinario que, en el taller, la prisión, el cuartel, el aula o el hospital, produce cuerpos económicamente útiles aunque políticamente dóciles. Pero hacia 1976, toda la enseñanza y la preocupación de Foucault se instala en un nuevo estrato del poder que no puede reducirse a los mecanismos de la soberanía ni de la disciplina. A lo largo de sus seminarios en el Collège de France.

Hay que defender la sociedad, seguridad, territorio, población y el nacimiento de la biopolítica, Foucault descubre, confundida con las micro prácticas de la disciplina, una macroeconomía del poder que no trabaja al nivel individual de los cuerpos sino sobre el espacio múltiple de la población. A partir del siglo XVIII, con el nacimiento de la biopolítica, gobernar en el sentido moderno del término será, a la manera de Sarmiento o de Alberdi, poblar –esto es, transformar el cuerpo político de una sociedad compuesta de ciudadanos en el cuerpo biológico de la población, entendida como entidad demográfica que hay que defender, alimentar, fortalecer, reproducir, expandir en cuanto a sus posibilidades cuerpos dóciles separados de sus fuerzas, des-subjetivados en términos políticos y re-subjetivados en términos económicos como fuerza de trabajo.

El antiguo derecho de hacer morir y dejar vivir del soberano se transforma. Vivir sujeto al poder absoluto del soberano es vivir bajo la pena de muerte diferida por un poder que se abstiene de matar. Vivir es la excepción; morir es la regla. Pero con la gubernamentalidad la fórmula se invierte: el poder de gobernar es un poder de hacer vivir la vida, expandiéndola y reforzándola. Pero para hacer vivir, la gubernamentalidad, además de producir condiciones de vida a una escala demográfica, crea en los bordes de la población vidas desamparadas, despojadas de humanidad y privadas de toda protección jurídica. Las políticas de derechos humanos, esto es, el derecho a tener derechos o a simplemente estar vivo, nacen en el siglo XX en torno a estos núcleos opacos de vida desnuda, objeto de violencia racista, de terror y de exterminio por parte del Estado. En textos como Homo Sacer. El poder soberano y la nula vida, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Giorgio Agamben y Judith Butler han avanzando respectivamente sobre el terreno de la gubernamentalidad, más allá del punto en que la abandonó Foucault antes del giro ético de su reflexión. En efecto, en Hermenéutica del sujeto o en el segundo y tercer tomo de Historia de la sexualidad, Foucault reorienta su reflexión sobre el gobierno de las poblaciones hacia el problema del gobierno y cuidado de sí de un sujeto de deseo que, en nombre del "derecho a la vida, a la felicidad, a la salud, a la satisfacción de necesidades", se sustrae a la gestión estatal del cuerpo y sus placeres (ver La voluntad de saber). ¿Pero no es contradictorio –observa Giorgio Agamben en "La inmanencia absoluta", un artículo dedicado a Gilles Deleuze– que "la libertad y la felicidad de los hombres se juegan sobre el mismo terreno –la vida desnuda– que marca su sujeción al poder"? ¿No es contradictorio que la vida, como campo de normalización y de control, sea el mismo terreno donde se multiplican los mundos y estilos de vida posibles, donde la vida proliferante y en continuo devenir, en su capacidad de desvío, desafía desde los márgenes el orden normativo de la sociedad?

Foucault plantea que entre el poder soberano, el poder disciplinario y el biopoder no hay una sucesión histórica, sino relaciones de complementariedad. Giorgio Agamben y Judith Butler han profundizado en esa dirección, analizando la articulación entre el modelo de poder jurídico-institucional y el modelo biopolítico. Existen en el interior del Estado núcleos de soberanía donde la vida de ciertos individuos y grupos queda brutalmente expuesta a los mecanismos del poder. De hecho, la esfera política se funda en la producción de una vida nuda excluida del campo de los derechos –o mejor dicho, según la fórmula de Agamben, una vida incluida bajo la forma de la exclusión–. Se trata de un poder que a diferencia de las micro-prácticas de la disciplina, renuncia a ejercer control y protección, dejando la vida expuesta a formas extremas de la violencia. Los campos de concentración del nazismo, los centros clandestinos de detención de la dictadura o la cárcel de Guantánamo, son laboratorios biopolíticos extremos donde el poder de hacer vivir se superpone con la extensión generalizada del poder de hacer morir. Hay una vida en estado de emergencia concebida como excepción, un espacio biopolítico donde el orden jurídico se encuentra suspendido: la tierra de los Homo sacer, los muertos vivientes de la política, arrastrándose espectralmente afuera de la ley.

Así, entre el nazismo o las dictaduras de los años setenta en Latinoamérica y las democracias de mercado contemporáneas hay una continuidad inquietante. La paradoja del Estado moderno es que mientras el poder jurídico-político protege la sociedad en nombre de derechos individuales, no deja de multiplicar los espacios de vida amorfa sobre las que el Estado ejerce un poder absoluto –vidas precarizadas, indeseable, abandonadas activamente a su suerte sobre un campo entre la vida y la muerte donde se puede matar sin cometer asesinato–. Se trata de hacer vivir dejando morir, en el sentido de que en la otra cara de lo que reconocemos como humano hay una vida desfigurada, producida como mero residuo o desecho, incluida en el orden socioeconómico dominante mediante su exclusión y precarización. Desde las imágenes que circulan por los medios, por ejemplo, el biopoder organiza y distribuye los rasgos que se identifican con lo humano, las vidas que valen y no valen la pena, las vidas que no merecen ser lloradas porque han sido separadas del campo de la humanidad por cortes biopolíticos sobre el continuum de la población.

El obsceno muro que, en nombre de la seguridad y el bienestar, apareció una mañana dividiendo un barrio de San Isidro y una villa de San Fernando, ¿no existía ya en la imaginación biopolítica y en los "sueños de exterminio" –la frase pertenece a Gabriel Giorgi– de una sociedad donde el antagonismo entre incluidos y excluidos redefine el campo de lo político? ¿Se trata del extravío de un oscuro intendente poseído por las políticas del miedo de la clase media asustada, caldo de cultivo histórico de los racismos y fascismos más violentos?

¿O se trata de un síntoma de la lógica capitalista que, en nombre del desarrollo y la modernización, produce franjas de vida no integradas al espacio jurídico de la ciudadanía en el interior mismo de la sociedad, exiliados dentro de su propia comunidad? En una de sus intervenciones más recientes, In Defense of Lost Causes, Slavoj Zizek recorta la expansión de villas miserias en las megalópolis latinoamericanas como el acontecimiento político de nuestro tiempo. Se trata de una suerte de extraterritorialidad, un espacio eminentemente biopolítico del que el Estado ha retirado su control. Son los nuevos blancos en los mapas, zonas no cartografiadas donde vegetan los modernos Homo sacer, los muertos-vivos del capitalismo global. Pero no se trata de un simple exceso de vidas superfluas y supernumerarias: son los trabajadores informales del mercado global, sin cobertura social adecuada, sin documentos, sin permiso de trabajo, sin indemnización, sin seguro universal de salud, sin hospitales ni servicios públicos, incluidos en la lógica del capitalismo mediante la figura del excluido. Son los que no tienen nada que perder, salvo las cadenas que los sujetan al biopoder.

Pero como según la lógica propia del poder no hay poder que no se ejerza sin resistencias, la vida es un campo de batalla donde el biopoder sobre la vida queda excedido por un contrapoder biopolítico que, surgiendo de la vida y de su potencia de alteración, escapa de las grillas que constituyen la vida socialmente legible. Siempre hay más de una vida posible sobre un campo de diferencias salvajes multiplicándose por la sociedad, corriendo por debajo de las clasificaciones molares que, desde el Estado, distribuyen identidades y asignan roles. ¿Nacimiento del "monstruo" biopolítico que celebra Antonio Negri? Negri opone la noción del "monstruo político" a la vida desfalleciente y moribunda que explora Agamben, incapaz de otra cosa que de sobrevivir.

El monstruo político, en cambio, nombra el poder creativo y colectivo de la multitud, la masa fuera de los controles de la población, sin centro ni medida, que en su poder de afirmación y mutación resiste las jerarquías y altera los modos normativos de lo humano.

En nombre de la sustancia compartida de un ser social que habla y que trabaja, la vida de las masas abandonada a su suerte en zonas "liberadas" por el Estado deviene el sitio de potencias desconocidas. ¿No laten allí, en germen, formas inéditas de cooperación que surgen de la necesidad de auto-organizarse y de resistir a la privatización de lo común, a menudo por medio de la más justa de las violencias?

¿No hay allí una rearticulación permanente de lo común, nuevas formas de vida política que crean modos inéditos de estar juntos?

¿Idealización de los márgenes, de los devenires minoritarios y de los fenómenos de borde? ¿O localización táctica de la parte de los que no tienen parte, el núcleo reprimido –inmunizado, dirá Roberto Espósito– sobre el que funciona el capitalismo contemporáneo, generando sus propios excesos, abriendo en su interior sitios de resistencia, incubando comunitariamente más que inmunitariamente el germen de su destrucción?

 
 
 
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