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Consecuencias
 
Edición N° 4
 
Abril 2010 | #4 | Índice
 
Pensamiento incómodo
Mori Ponsowy
 

Comunistas, liberales, kirchneristas, radicales, castristas, republicanos… Clasificaciones que pretenden describir a las personas atribuyéndoles cualidades determinadas. Pero, ¿acaso no resulta el pensamiento y deambular humano un tanto más complejo que un simple rótulo? ¿No somos personas singulares, con nombre y apellido? En fin: personas. A partir de anécdotas propias, se reflexiona acerca de la tendencia a generalizar y simplificar lo humano desde un sesgo categorial.

 

¿Y si resultara que quienes hablan en voz más baja tuvieran razón? ¿Y si ocurriera que todos aquellos que están entre dos orillas, un poco temerosos y aturdidos por los gritos desenfrenados de quienes pregonan su verdad desde púlpitos incuestionables, fueran mayoría? ¿Qué sucedería si todas las personas que no son ni de derecha ni de izquierda, ni peronistas ni gorilas, ni defensoras del capitalismo ni sus detractoras a ultranza, si todas esas personas se dieran cuenta, una tarde cualquiera sin previo aviso, que no están tan solas como suelen creer, y que los otros, los que gritan, señalan y acusan intimidando sin remordimiento desde sus trincheras furibundas, en realidad son una minoría que, sin embargo, gracias al poder de sus cuerdas vocales más desenfadadas, sus ambiciones más voraces, sus cuerpos más fuertes y, sobre todo, sus cerebros y sus emociones más primitivos, mantienen a todos los otros no sólo en vilo sino, lo que es más triste, sometidos a la irracionalidad de sus caprichos y sus nefastos enfrentamientos? ¿Y si algo así fuera posible?

El otro día una vieja amiga de mi padre lo llamó por teléfono escandalizada, como tantos otros, por las "duchas comunistas de tres minutos" recomendadas por Hugo Chávez. Tanto ella como él, son argentinos que vivieron varias décadas en Venezuela antes de que ese país abrazara el socialismo del siglo XXI. Después de hacer un par de chistes en relación al tiempo que cada uno tardaba en bañarse y a la necesidad o no de usar jabón todos los días, cuando ya estaban a punto de despedirse y colgar el teléfono ella le preguntó:

-Y Mori, ¿sigue siendo chavista?

No sé qué habrá respondido él. Tal vez le habrá dicho que me demoro horas cuando me baño. O que suelo tomar vino de más de quince pesos la botella. O que me compro cremas importadas para evitar –infructuosamente- que me salgan arrugas. Pero también, quizá, pudo haberle dicho que casi todos los días salgo con mochila en vez de con cartera, que me siento a comer a la mesa con los pintores que están trabajando en casa, o que la mayoría de mis amigos no son lo que se dice "expertos" haciéndose el nudo de la corbata. Desconozco la respuesta de mi padre porque la pregunta de su amiga me distrajo. Él me contaba el diálogo que habían tenido y yo lo escuchaba con interés hasta que llegó el momento de esa pregunta. Entonces dejé de escucharlo por completo para preguntarme de dónde habría sacado ella, que me conoce desde que yo era niña, la idea de que fui o soy chavista.

¿Será que necesitamos ponerle rótulos a la gente para entenderla más fácilmente? No en otra cosa se basa el lenguaje. Si a cada árbol individual le diéramos un nombre propio –Alberto Argüello, Bernardo Benavidez, Carlitos Calvo- en lugar de agruparlos en categorías –fresnos, sauces, jacarandaes- el conocimiento y la ciencia serían imposibles.

A los niños pequeños se les enseña a hablar justamente enseñándoles los términos generales: pe-rro, le dice la mamá a su bebé cuando ve un ovejero marrón; pe-rro, le vuelve a decir un rato después cuando ve un dálmata, un labrador o un maltés. Los únicos perros que tienen nombres propios son los de uno: las mascotas que tenemos en casa y amamos porque forman parte de nuestra familia. Por lo demás, un perro es un perro; un árbol un árbol, sin importar su perfume o la forma de su copa; y una piedra suele ser una anónima piedra con muchísima más frecuencia que un trozo de alabastro, basalto o cuarzo. Que la piedra deje de ser ignota y que un perro se convierta en Cejas, Babones o Corbata, supone un conocimiento mayor, supone más trabajo y, sobre todo, supone que el hablante ha dedicado un tiempo a estudiar, mirar y conocer al individuo en cuestión. Suficiente tiempo como para dejar de lado los prejuicios, para notar aquello que lo distingue y lo hace especial entre tantos otros. Es decir: un ser particular, con rasgos que le dan un brillo singular en medio de la manada, del enjambre, de la perrunez, la arbolidad o la geología.

En la vida suele haber situaciones que se repiten y cuyo significado o peso no alcanzamos a entender hasta que esa insistencia suya, la tenacidad con que se reiteran, de pronto nos sacude y nos jala de una oreja, conminándonos a desentrañar su sentido. Cuando cursé bachillerato en una escuela privada de monjas, muchas de mis compañeras -muy almidonaditas casi todas- me apartaban señalándome como atea y de izquierda. Cuando después estudié Filosofía en la universidad pública, otros compañeros -por lo general barbudos y desgarbados- me tildaron de burguesa. En ese momento no lo sabía, pero hoy me doy cuenta de que ya entonces yo había trazado lo que ahora entiendo como una especie de destino. Progresista. De derecha. De izquierda. Oligarca. Chavista. Gorila. ¿Cuántas cosas me han dicho, en cuántos cajoncitos me han catalogado, cuántas veces he sentido que no pertenezco a ninguno, que todas esas etiquetas, dichas siempre con índices acusatorios -o con sorna y menosprecio, incluso- son injustas, además de falsas?

¿Soy una piedra sin nombre, acaso? ¿Un árbol anónimo? ¿Y cada uno de nosotros, qué es? ¿Somos un qué, o somos un alguien? ¿Somos comunistas, liberales, kirchneristas, radicales, castristas, republicanos? ¿O más bien seremos personas? Personas singulares, con nombre, apellido, y una huella digital y vital distinta a todas las demás. ¿Somos una oveja en un rebaño, una parte insulsa del avispero que sólo obedece llamados del instinto, o somos individuos? ¿Mi libertad de elección radica en preferir ser chavista u oligarca o acaso en ser Mori Ponsowy, única en mi especie, como únicas son cada una de las personas con que me cruzo en la calle cada día? ¿De dónde esta necesidad que tienen algunos –esta manía, me dan ganas de decir, a veces, cuando pierdo la paciencia- de borrar nuestros rasgos peculiares, de hacer desaparecer nuestras identidades para ponernos el cartelito de "K" o "anti-K", de conservador o liberal, o cuales fueren las consignas recién salidas del horno? ¿No son acaso la vida, la sociedad, la política y, a fin de cuentas, nuestro pensamiento y nuestro deambular por la tierra arrastrando esta condición simultánea y paradójica de animales racionales, bastante más complejos de lo que implica esa costumbre de ametrallar rótulos a diestra y siniestra a toda costa?

No soy chavista. En casa tengo bañera (aunque no jacuzzi). Y a veces me gusta llenarla y quedarme metida en el agua hasta que se enfría. Pienso que Hugo Chávez es un militar sediento de poder que se vale de su locuacidad campechana y de un discurso altisonante de izquierda para perpetuarse en la presidencia. Me parece muy poco democrático. Creo que es autoritario, egocéntrico, arcaico, belicoso y corrupto. Más aún: estoy convencida de que un país puede prosperar, que sus clases bajas pueden convertirse en medias, sin necesidad de recurrir a esa retórica que siembra odio y violencia entre hermanos. Sin embargo, la idea de misiones alfabetizadoras, de centros de salud en cada barrio y, también, sí, por qué no, la del baño de tres minutos, me parecen razonables. No me parecería bien que convirtiera lo del baño en ley, pero aplaudo que inste a la población a ahorrar agua.

Durante los veintipico de años que viví en Venezuela no hubo uno solo en el que el agua no escaseara durante meses en Caracas. Es un país tropical. En vez de las cuatro estaciones, tiene sólo dos: seis meses de sequía y seis de lluvia. En los de lluvia mueren cientos de personas pobres porque los ranchos de los cerros se derrumban. En los de sequía el agua llega a las casas, los edificios y las oficinas, sólo durante un par de horas por día. ¿No es sensato, entonces, ahorrar agua de todas las formas posibles? ¿Decir esto me convierte en chavista? ¿O será que yo no lo sé pero que, en el fondo, me encanta Fidel?

Hasta hace poco, sufría bastante esta especie de no pertenencia a ninguna parte, este sentimiento de ser extranjera en cada comarca ideológica. Pero he empezado a encontrar semejantes y en estos días se me ocurrió una hipótesis más optimista: tal vez el mundo esté poblado de apátridas como yo. Personas que se niegan a ver su pensamiento reducido a unos pocos denominadores comunes, que rechazan la simplificación y encasillamiento que supone toda ideología, que descreen de los puntos de vista definitivos y unívocos, de los manifiestos, de las religiones y, en general, de cualquier intento moralizante de poner anteojeras a la libertad del pensamiento propio. Quizá seamos mucho más numerosos de lo que creemos y nuestra soledad sea sólo ilusoria: el resultado de las estruendosas voces de los otros, de su modo estentóreo de tomar partido y erigirse como poseedores exclusivos, no sólo de la verdad, sino del bien.

A nosotros, los del medio, no nos ayuda la personalidad que tenemos. Odiamos levantar la voz, colocar pancartas, aparecer en programas de televisión. Somos pacifistas y pacíficos, preferimos las preguntas a las conclusiones definitivas. A pesar de la incomodidad que implica, dudamos mucho. Tanto, que ni siquiera estamos seguros de que dudar sea lo mejor. A veces querríamos darle un somnífero al cerebro y nadar de una vez por todas hacia el remanso de una de las dos orillas para, por fin, poder ver el mundo desde un ángulo excluyente, en vez de este caleidoscopio móvil que nos impide congelar nuestras ideas. Ciertamente, descansar en la inmovilidad de cualquier margen sería más fácil, nos cansaría mucho menos que este constante mover patitas y brazos en el agua para no ahogarnos y que no nos devore la corriente. Pero puestos a decir la verdad, preferimos estar aquí: nuestra esencia es este querer mirar al norte y al sur, al este y al oeste. Ese es el destino que elegimos: la angustia que provoca el pensamiento: la libertad.

No estamos solos. Lo sé. Hay nombres famosos entre nosotros. Como Max Weber que hacia el fin de su vida le dijo a su esposa que no se sentía cómodo en ningún sitio. Como el Bloom de Joyce a quienes los católicos consideraban judío y los judíos católico, y al que a pesar de su bondad tantos criticaban a sus espaldas. Como muchos que voy encontrando de a poco, y como tantos y tantas otros cuyos nombres desconozco, pero que lo tienen, y bien propio, porque jamás se dejarán arrastrar por la seguridad que da una ideología. No queremos límites –no aceptamos límites- para pensar, para escribir, para sentir. Nos duele no pertenecer pero no queremos -¡no podemos!- pagar el precio que significaría comprometer nuestros principios. Nos negamos a ser reducidos a un genérico porque sentimos que eso nos privaría de la riqueza de nuestros matices. Nos convertiría en árboles sin flores, ni perfume. Nos limitaría. Nos empobrecería.

Somos incómodos. Sí. Pensamos. Nos esforzamos por discernir. Hacemos lo posible por no culpar, ni absolver, livianamente. Y en la incomodidad que provoca todo pensamiento radica nuestro pecado, nuestra maldición y nuestro orgullo.

 
 
 
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2008 - | Departamento de psicoanálisis y filosofía | CICBA