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Consecuencias
 
Edición N° 5
 
Diciembre 2010 | #5 | Índice
 
Lacan en Sainte-Anne
Catherine Lazarus-Matet y François Leguil
 
"No aprobaba jamás que utilizáramos un saber general para legitimizar
una decisión de cura que no tuviera en cuenta la particularidad del caso".
 

Durante varias decenas de años, Jacques Lacan iba al hospital Sainte-Anne, con regularidad, dos veces por mes, con el fin de entrevistarse con un enfermo en presencia de un auditorio de alumnos. Él reconocía haber heredado esta práctica de los psiquiatras que lo habían formado antes y asumiendo sin tapujos esa herencia clásica, haciendo no obstante la elección de la clínica del caso, contra la tradición del cuadro [clínico]. Le rinde homenaje, en "El atolondradicho", por el favor que los míos y yo hemos recibido en un trabajo del que indicaré lo que él sabía hacer, es decir, pasar a la presentación[1].

François LeguilUna tan larga obstinación intriga, tanto más cuanto que durante los últimos dos decenios, de 1960 a 1980, fue contemporáneo del despliegue de las protestas mayores por parte de los alienistas de la medicina de las cosas mentales. Sin aparentemente hacer mucho caso de esas fracturas, desatender la denuncia mayoritaria de la vanidad de un aparato de conocimientos derrotado, sospechoso de asentar lo exorbitante de su poder en las lecciones de animosidad de una desaprobación pública reprochándole no usar el anfiteatro, Lacan se encaraba con el gran número de sus propios discípulos.

En el círculo de su Escuela, la molestia iba hasta la animosidad de una desaprobación pública que le reprochaba no haberse "sentido interesado en interrogarse" sobre "la práctica de las presentaciones de enfermos"; de haber buscado "de la manera más clásica los ejemplos propios para justificar su interpretación de los casos", de aportar "a pesar de él su garantía en una práctica psiquiátrica tradicional donde el paciente sirve de manera primera al discurso, en el que lo que se le demanda es venir a ilustrar un punto de teoría sin que esa ilustración sirva en lo más mínimo a sus intereses".[2]

Cuestión de detalle

El extraño provecho que nosotros podemos sacar de esta pesada diatriba, es que enumera en una serie mentirosa el reverso preciso de lo que era, en su verdadero detalle, la práctica hospitalaria de Lacan, testimonio de su modestia científica, de su investigación de una relación específica e irremplazable de la verdad en cuestión en la clínica.

Él no cesaba de interrogarse sobre el alcance de su venida, cuestionando sin aflojar a los médicos tratantes sobre los enfermos que le eran presentados; en la entrevista que tenía con nosotros antes, reclamaba que se le aclarara las razones de la elección de tal o cual [enfermo], que no se tuviera ningún misterio respecto a lo que esperábamos de su encuentro con él, que se le contara lo que habíamos hecho, lo que queríamos hacer.

Para la anamnesis, Lacan desalentaba de mil y una manera –pintorescas unas veces, otras tajante- las tentativas de reducir una historia clínica a lo que él mismo había conceptualizado en sus Escritos y sus Seminarios. No aprobaba jamás que utilizáramos un saber general para legitimar una decisión de cura que no tuviera en cuenta la particularidad del caso. Lacan quería que hiciéramos en nuestras respuestas, regañando a aquel que se contentaba de un "cuento prescribir medicamentos", aprobando luego radiante, ese otro que salía con un "voy a cuidarlo" o "voy a hacerlo salir para confiárselo a sus familiares".

Finalmente, él interrogaba practicamente a cada vez, de esta manera, con todos aquellos y aquellas con quién se había entrevistado. Llamaba por teléfono a los internos, los solicitaba en el hospital, en su casa, pedía que se le comunicara la "dirección" de un médico de provincia que ejerciera lejos de París. Lacan se inquietaba por el futuro de los enfermos; se asombraba con un acontecimiento, se informaba sobre una agravación, verificaba el lugar cuidadoso de sus consejos; se alegraba de que los siguieran, bromeaba cuando no los seguían.

Una singular precisión

¿Era o no preciso calcular para que éste eligiera la calderería y no seleccionara la pastelería para la cual evidentemente no estaba hecho? ¿Podíamos evitar mezclarnos en el saber si tal debía dejar a su amante o conservarlo aún? ¿Debíamos intervenir para que este médico perseguido y peligroso no ejerza más sin ningún freno? ¿Nos correspondía decir si una licenciatura en letras le convendría mejor a una joven mujer más que la entrada en una administración que sus padres le habían programado desde hacía mucho tiempo? ¿Teníamos el derecho de ignorar que el nacimiento de un niño estropearía probablemente a tal alucinado, angustiado por su deseo de paternidad? ¿Teníamos fundamentos para desear que dejen el hospital aquellos para quienes no capturábamos aun claramente el verdadero motivo que los había hecho entrar?

Catherine Lazarus-MatetEsos interrogantes aparecen siempre en un lugar de cuidados: observábamos que Lacan los estimaba, que se detenía, que nos reencaminaba cuando pretendíamos cambiar de actitud, que nos invitaba a descubrirnos, a descubrir que no nos dejaba solos, tomando él mismo el riesgo concreto de equivocarse, de deber explicarse con el paciente, ya que frecuentemente pasaba que lo veía de nuevo en una entrevista menos pública.

Su atención a lo que otros clínicos dedicados de la época, tenían por minucias se manifestaba también en respuestas luminosas o desconcertantes, enigmáticas en su singular precisión –"Y sobre todo que no vuelva más nunca a Sarcelles!". El refuerzo que aportaba al partido que tomábamos si lo encontraba congruente, su perplejidad daba a considerar, en cambio, que no hacía suya nuestra decisión y, hasta el término de su venida, la memoria que conservaba de los hechos menudos que revelaban su dilección por las personas, por sus asuntos ordinarios, no era fingida. Nosotros sentíamos en esa ausencia de afectación que nada en ese hombre era más hostil que la explotación de un sufrimiento convertido en espectáculo.

Compartir los riesgos

Yendo al hospital, Jacques Lacan sabía del ardor y sospechaba seguramente de la diligencia de los médicos que, ligados a él de una manera o de otra, preparaban su visita, afilando visiblemente un poco demasiado sus preguntas –"tenga confianza en su médico, es un joven que está al corriente", dirá con una gentil ironía a un enfermo- pero comprometidos día a día en la estricta aventura que lo mantenía capturados con la adversidad del paciente que le proponían hacerle entrevistar. Un compartir los riesgos, una circulación ininterrumpida de las apuestas, una difusión de las transferencias, explicaban la solidaridad de la pequeña y cambiante colectividad que formábamos –externos, internos, asistentes-, evaluando nuestra suerte sorprendente de estar allí a la espera cada quince días.

Pensábamos conocer una parte de su intención, aquella de interrogar la clínica en su nacimiento recomenzado, sobre esa línea frontal inconcebible entre una psiquiatría naufragante y el psicoanálisis cuya aplicación como tratamiento no se concibe sino por las palabras pronunciadas o escuchadas por tal o cual sujeto. Advertimos que, desde el comienzo de los años sesenta, él se había claramente explicado en su seminario: "si el clínico que presenta no sabe más que la mitad del síntoma… es él quien tiene la tarea, de que no haya presentación de enfermos sino diálogo de dos personas y [debe saber] que sin esa segunda persona no habrá síntoma acabado…aquel que no parta de allí está condenado a dejar a la clínica psiquiátrica estancada en las vías en las que la doctrina debería ver la salida".[3]

No apelaremos a ninguna idea de caballería o del combate militante pero, frescos y afilados, nos encontrábamos comprometidos en una famosa y única empresa de relevos de la vocación de la palabra y de recursos de la verdad en la clínica. Leíamos a Henry Ey que diagnosticaba, desde 1945, la decadencia de la psiquiatría francesa, estábamos entristecidos por las falsas modernidades y las dulces pamplinas de la reacción anti-psiquiátrica, irritados por las palinodias terminales de las corrientes institucionales, constatábamos la prosperidad de las vulgaridades de la pretensión quimioterapéutica y he aquí que a días fijos Lacan se desplazaba y testimoniaba bajo nuestros ojos de su "fidelidad a la envoltura formal del síntoma", ofreciendo a quien aceptara el gusto de la traza que "se vuelve a contrapelo efectos de creación"[4].

Es verdad, el equivalente del amor relevaba el deber o el interés que nuestra pasión esclarecía. Lacan se las arreglaba para hacer de su presentación la ocasión persistente de un trabajo y de una investigación inesperada en el asilo. Después de haberle hablado del caso, después de haber respondido a dos o tres preguntas que él planteaba en retorno, lo acompañábamos junto al paciente, que siempre saludaba con mucho diligencia. En el momento de entrar en la sala donde esperaba el público, un pellizco recordaba que no se sabía cómo eso iba a "tomar forma" ni cuales exploraciones imprevistas iban a hacernos perder.

Confesémoslo sin preocuparnos de la rechifla y de los burlones: Lacan no nos parecía entonces un sujeto-supuesto-saber, sino el único, según nosotros, que justificaba que depositáramos en sus manos el drama de la locura humana. Con el corazón demasiado comprometido, no ambicionábamos un conocimiento, pero advertíamos el acontecimiento que [él provocaba] al agenciar de otro modo la historia de una vida, cargada de diversas calamidades. Pensábamos que si el paciente consentía en salir de lo que Foucault nombraba tan bien "las regiones del silencio"[5], el acontecimiento tendría lugar porque Lacan no apostaba a la palabra sino para ir al hecho, sin consideración con el camuflaje humanista que quiere olvidar que el hospital permanece siendo un lugar de proscripción.

Solemnidad sin pompa

Pasada la primera alarma, parecía bien que el público estuviese allí para habitar ese desierto y tomar parte en ese rechazo de la obscenidad de un psicoanálisis trabajando en el asilo con la ambición de convencer a cada uno de las virtudes inoxidables del coloquio singular. La pequeña locura de los auditores hubiera podido parecernos impía en su ignorancia de lo que acabábamos de contarle a Lacan; Y por tanto, adivinábamos que su presencia casi torpe, más intimidada que impresionante, testimoniaba que era preciso alcanzar el pudor el escrutinio de una solemnidad sin pompa porque las cuestiones emergidas eran las del destino de una persona.

El estilo de Lacan en su presentación enseñaba que lo trágico de la clínica está en la ausencia de salida de la dificultad de vivir. Así, él no buscaba y no intentaba tampoco alcanzar el misterio de su interlocución por el lamento comprensivo de su infortunio. Inmediatamente sentado, Lacan estaba solo con él, nosotros no contábamos más. Con el público, adivinábamos que no estábamos más que en la margen de lo que iba a pasar, que no aprehenderíamos más que migajas, cada uno las suyas, que la transmisión no se efectuaba igual para uno y para el otro. Lacan no dictaba allí un curso, no exponía nada más que a sí mismo al pié del muro, no tomaba a nadie como testigo, ni pedía auxilio.

Lacan en Sainte-AnneUn enigma pronunciable

Lacan hablaba con el otro, frecuentemente durante largo tiempo. Su estilo conservaba aún los acentos que él había querido introducir en la psiquiatría de antes de la guerra y que nombraba bellamente cuando veía a Aimée: "destornillar sin orden ni concierto"[6]. El cuestionario era simple, denso porque era sobrio, firme pero dócil a las posiciones subjetivas del otro, imposible entonces de imitar, con, en el momento de las confidencias más costosas, la irradiación de un tacto, y, en el rechazo permanente de la aflicción, una generosidad que hacía soñar con la gran serenidad de un diálogo espinosista.

Con el enfermo que enrolaba casi a cada paso en la búsqueda del saber, sobre la pista de las particularidades simbólicas que permitieran de cernir mejor la causa, Lacan hacía de su ejercicio el acto propicio para el surgimiento de un efecto de verdad que cambie a veces el dato. Muy pocas explicaciones venían a concluir pero un mandato implícito modificaba frecuentemente nuestro sentimiento sobre el futuro de un sujeto puesto por primera vez en la perspectiva de un enigma pronunciable. Acontecía que para el paciente el acontecimiento no fue más la hospitalización, sino que en la hospitalización en el encuentro con Lacan, que concibió diferentemente la fatalidad de su queja, y en esa nueva soldadura de la trama de su vida le aparece entonces la paradoja fugitiva de una enunciación que lo hacía responsable de aquello que pensaba no ser más que el efecto catastrófico. ¿Lo asumirá? Es otro asunto: Lacan no se declaraba taumaturgo.

La pequeña voz de la razón

Punto en el que el flujo se vuelve un reflujo, la presentación no hace renacer la esperanza pero un poco de calma luz, con la idea de que lo inexorable nombre el desconocimiento de un determinismo inconsciente. Una apertura, en suma, a la pequeña voz de la razón de la que habla Freud, tan básica que no es escuchada, pero que no cesa de no escucharse.

Por su manera de estar con el otro y de decir, Lacan no permitía que su presentación se prestara a la constitución de un cuadro, ni que una mirada se imponga, encuentre su refugio y pretenda poner el sujeto en reposo. Ninguna puesta en serie del caso era creíble a partir de ese ejercicio riguroso pero continuamente aventurado. Una entrevista se acababa, la historia comenzaba.

Nuestra memoria nos ofrece como ejemplo el recuerdo de un día en el que tal mujer testimonia de su confusión. Rebelde, concediendo poco, respondiendo a Lacan como si se blandiera un noli tangere, hela aquí que después de un pavor [se encuentra desarticulada]. El drama, de hecho, aparece; en el servicio, el día después, la sintomatología de su desconcierto se vuelve tan inquietante que conforta, en un joven médico que la trata, la reticencia que él nutría frente a la presentación. Pero, aunque desorientada y sorprendida, pudo escuchársele pedir: "voy a ver de nuevo al doctor de la otra vez; he olvidado decirle algo".

 
Traducción del Francés: Mario Elkin Ramírez.
 
Notas
1- Jacques Lacan, "El atolondradicho", en Autres écrits, París, Seuil, 2001, p. 449.
2- Mannoni, M., citada por Miller, J.A., in "Enseñanza de la presentación de enfermos", La conversation d’Arcachon, París, Agalma, 1997, p. 291.
3- Jacques Lacan, El Seminario, "Problemas cruciales del psicoanálisis", sesión del 5 de mayo 1965, inédito.
4- Jacques Lacan, "De nuestros antecedentes", Escritos, París, Seuil, 1966, p. 66.
5- Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, París, Gallimard, 1972, p. 549.
6- Jacques Lacan, De la psicosis paranóica en sus relaciones con la personalidad, París, Seuil, 1975, p. 213.
 
 
 
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